Por: Luis Javier Palacio S. J.
La resurrección es un tema que quedó opacado con el sobre énfasis que se dio a la muerte de Jesús como redención. La novedad de la resurrección de Jesús, sobre todo en Pablo es la clave para acceder a todo el misterio cristiano. «Si Cristo no ha sido resucitado, vacía es entonces nuestra proclamación; vacía también nuestra fe» (1 Co 15:14). Sin embargo el lenguaje de la resurrección arranca con el judaísmo y sus diferentes enfoques. Básicamente la idea era la de la resurrección de los “cuerpos” de los muertos el día del juicio final. Empieza a desarrollarse la idea, antes inexistente, bajo el influjo de los persas y aparece en el libro de Daniel (que cuenta sobre la vida en Babilonia). Para el tiempo cercano a Jesús y con los fariseos, se vuelve parte de su dogma pero no así para los saduceos (entre ellos los sacerdotes del Templo) quienes no creían en la resurrección. Se asocia más el mundo venidero que a la era mesiánica o escatológica y en el judaísmo medieval se asocia a la idea griega de la inmortalidad del alma, difícilmente armonizable con la resurrección de la carne. Algunos rabinos hablaban de la resurrección solamente para el pueblo judío, otros solamente para los justos y los mártires (especialmente los macabeos). En el cristianismo también se produjo a menudo la identificación de la resurrección con la inmortalidad del alma, pero son temas diferentes. La inmortalidad del alma entra por influjo neoplatónico y era propia de la naturaleza del alma. Si la utilizamos en el lenguaje cristiano tendríamos que pensar que no es algo que le pertenezca por naturaleza sino que le es dada como gracia, como “vida verdadera” o “vida eterna” que es el lenguaje evangélico. La misma resurrección de Jesús aparece en los evangelios en sentido activo (Jesús resucitó) como pasivo (Jesús fue resucitado por el Padre). En el primero se enfatiza la capacidad que tiene de dar vida eterna a los que lo sigan y en el segundo la complacencia del Padre por el camino elegido por Jesús para mostrar el amor del Padre al mundo. La resurrección de Jesús no corresponde ni con la idea griega ni con la judía. No es un “alma” que sale del cuerpo de Jesús para vivir eternamente, pues ningún sentido tendría hablar de una tumba vacía. Para los griegos el cuerpo era la cárcel del alma. Tampoco es un muerto vuelto a la vida como los huesos de Ezequiel, o Lázaro, o el hijo de la viuda, o la hija del centurión, pues los relatos de las “apariciones” corrigen la idea de que sea un fantasma pero también de que sea un cuerpo humano (atraviesa paredes pero camina con los discípulos de Emaús; aparece en Galilea pero invita a almorzar) . A Marta (evangelio de Juan), dice Jesús: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11:25-26). Los encuentros de envío de los discípulos con el resucitado son el testimonio propiamente de la resurrección. La resurrección, como colofón de la muerte ignominiosa de Jesús, es necedad para los judíos (saduceos) y locura para los griegos, para cuya mentalidad espiritualista la resurrección es una afirmación demasiado materialista. Juan une en la cruz la muerte, la resurrección, la glorificación y la exaltación. En Lucas hay unos períodos de 3 y 40 días que llevaron a especulaciones sobre estados intermedios. Pero toda reflexión en torno a un «estado intermedio» del alma pertenece de un modo u otro al terreno de la especulación. La resurrección escapa a una lógica razonable, comprensible, lógica y las imágenes de la naturaleza no la agotan. Algunas religiones vecinas a Israel hablaban de resurrección a la manera del eterno retorno de los ciclos de la naturaleza. Pero para el creyente tiene su origen únicamente en la voluntad de Dios y la muestra de su posibilidad en la resurrección de Jesús «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8:29). Pablo utiliza varias imágenes de la naturaleza como la semilla que en parte aclaran pero también en parte oscurecen la idea de la resurrección. Si hemos de pensar en el cuerpo resucitado, nos ilustran más los relatos de las apariciones. El cuerpo resucitado de Jesús es igual en cuanto al sufrimiento (las huellas de la pasión en su costado, manos y pies), pero no idéntico, ni tampoco está limitado por sus componentes materiales (Jesús pasa a través de las puertas). Algo ha quedado tras el paso de la muerte (recuerdo, enseñanzas, discípulos, comunidad) pero la continuidad no radica en algo que le sea propia a su cuerpo, ni en su pura inmanencia —era totalmente hombre— sino exclusivamente en la fidelidad y el poder del Padre que guarda memoria del hombre y le llama de nuevo ante él. Una fidelidad que ya es realidad en esta vida. Aunque con las limitaciones propias del lenguaje, Pablo dice que es una nueva creación dentro de la ya existente: «Si alguien está en Cristo, hay una nueva creación» (2 Co 5:17). En otras palabras la fe en la resurrección es una “resurrección para la vida” como una nueva existencia en la fe aquí y ahora. Vivir como resucitados es lo que recomienda Pablo a los creyentes de Colosas: estar ya desde ahora en la esfera de la resurrección de Jesucristo. Tano Pablo como el Vaticano II dan como finalidad del bautismo precisamente la resurrección: ser sumergidos en la pasión y muerte de Cristo para ser como él resucitados. Si para los griegos la resurrección era un castigo (pues era una reencarnación hasta purificarse) y para los judíos no era más que volver a ver el reinado del nuevo David, para el creyente es la ruptura de la barrera del pasado y del futuro, de la vida enmarcada entre el nacimiento y la muerte. El creyente por la resurrección tiene vida verdadera porque no lo alcanza ni el nacimiento ni la muerte; siempre ha estado y estará en los brazos amorosos del Padre. Su “historia” por más limitaciones que tenga, es “historia” de eternidad. Este es el sentido de la vida que nos dice el evangelio de hoy que es la voluntad del Padre para todos. La resurrección nos cambia la vida desde ahora, porque el ahora ya puede ser vida eterna. No sin razón Ireneo llamaba la Eucaristía como “medicina de inmortalidad ” y “antídoto contra la muerte” (Ignacio de Antioquía tiene similares expresiones) por su capacidad de construir comunión, una unión que no rompe ni la misma muerte biológica. Jesús no se puede permitir que se pierda nadie, pues Dios Padre «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2:4). No aparece en Juan por ninguna parte que pueda haber una voluntad divina por la que los hombres deban perderse, como sí se desarrolló en doctrinas posteriores como la doble predestinación. Lo que sí aparece es el rechazo que por incredulidad pueda hacer el hombre de Cristo y su resurrección. Este es el riesgo que corrió Dios con el hombre al decidir venir a servirnos: que despreciáramos la resurrección propia.