El panorama de la realidad mundial nos estremece. Vemos corrupción, violencia, caos, desorden por todas partes. No comprendemos por qué suceden tantas cosas. Lo que antes considerábamos cómo sagrado, hoy no lo es; más aún se lo desprecia y se ridiculiza. Llegamos a opinar que la gente que actúa correctamente puede considerarse como una especie en vía de extinción. Los noticieros parecen la narración de tragedias y de problemas por todas partes.
Leer un periódico estremece por la cantidad de noticias negativas que encontramos. Y uno puede preguntarse el porqué de tantas situaciones negativas.
Surge entonces el pasaje del evangelio de este domingo. Siempre hemos pensado que lo que hace daño es lo que entra por la boca. Así lo expresa Jesús en el evangelio “nada que entre de fuera puede dañar al hombre”. Lo que sigue a continuación nos da la clave “lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro”. El Señor hace un enunciado de todo eso cuando afirma “del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”.
Creo que no hay diferencia entre ese enunciado y la realidad que vemos en los noticieros, escuchamos en la radio o vemos en la televisión. Cuando se nos dice que lo “que mancha es lo que sale de dentro, del corazón de cada persona” comprendemos que ahí está el secreto. No podemos colocar fuera de nosotros la responsabilidad de nuestras decisiones, el resultado del ejercicio de la libertad como don que nos ha sido dado. La intencionalidad está dentro de nosotros, la capacidad de discernir es nuestra. Somos nosotros quienes decidimos qué hacer y qué evitar, cómo nuestras decisiones afectan a los demás, en qué medida podemos causar daño a otros o evitarlo.
Siempre he pensado que los seres humanos buscamos buscar a quién echarle la culpa de lo que nos sucede o nos afecta. No nos gusta asumir la responsabilidad de nuestros actos. Es la eterna historia de la libertad humana y del ejercicio de la misma. Eso lo llamamos “disculpa” porque colocamos en otra persona esa responsabilidad, cuando es nuestra y solo nuestra. Eso le sucedió a Adán y Eva en el paraíso, pues la serpiente cargó con la culpa de lo que había sido una libre decisión. Que había habido una insinuación –lo que llamamos tentación- es verdad, pero de ahí a echarle la responsabilidad hay un gran abismo.
Preguntémonos siempre dónde está la maldad, o mejor, en qué medida podemos ser causantes de maldad para que asumamos la responsabilidad que nos corresponde y no andemos buscando culpables donde no los hay, o de otra manera, cuando somos nosotros los responsables, léase culpables, de lo que hacemos o dejamos de hacer y, por lo tanto, de los efectos que puedan causar en otras personas. Así, la vida será más honesta para nosotros.