Los jesuitas de Chile se empeñaron hace algunos años en una campaña publicitaria de gran despliegue a través de los medios masivos de comunicación social. La intención de la campaña era invitar a los televidentes a desarrollar actitudes humanas fundamentadas en los valores del Evangelio, pero utilizando un lenguaje cercano y cotidiano. Tuve la oportunidad de conocer algunos de los cortos e impactantes avisos que pasaron durante varios meses por la televisión chilena. Recuerdo uno que me impactó particularmente cuando nos lo mostró el P. Gabriel Jaime Pérez, SJ, después de un viaje suyo al país austral.
El spot publicitario, como se le llama a este tipo de anuncios, presentaba a un mendigo sucio, descuidado, harapiento y despeinado que estaba sentado en la acera de una calle muy concurrida. Mientras pedía limosna, la gente pasaba sin prestarle mayor atención. De pronto, aparece una hermosa joven rubia espectacularmente vestida que viene hacia el mendigo. Se acerca a él y comienza a besarlo en la boca de una manera apasionada. Desde luego, los transeúntes se detienen aterrados ante semejante escena. Después de unos segundos, aparecía un aviso que decía: “No te pedimos tanto. Sencillamente que lo trates como un ser humano…”.
Creo que este tipo de mensajes no nos cae mal en ningún momento. A veces pensamos que lo que se nos pide es demasiado o que no somos capaces de hacer nada por las personas derrengadas que nos encontramos por el camino de la vida. Tal vez esta es la actitud que tuvo Jesús con esas personas que eran despreciadas y marginadas en su medio social. Cuando le presentaron a aquel sordomudo para que le impusiera las manos, “Jesús se lo llevó a un lado, aparte de la gente, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua. Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo al hombre: ‘¡Efatá!’ (es decir: ‘¡Ábrete!’)”.
Esta actitud de cercanía con un ser humano sufriente, que había perdido, o tal vez nunca había tenido la posibilidad de comunicarse o escuchar a los demás, debió resultar sorprendente para los que acompañaban al Señor en su recorrido por territorios extranjeros. No estaba bien acercarse a un enfermo y mucho menos tocarlo. Sin embargo, el Señor no sólo se acerca, sino que le mete los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva, de manera que “los oídos del sordo se abrieron, y se le desató la lengua y pudo hablar bien”. Este hombre vivió, seguramente, el momento más importante de su vida. Se sintió atendido, respetado y acogido en su limitación.
Cualquiera de nosotros podría decir ante este milagro del Señor: “¡Eso es imposible para mí! Yo no sé cómo hacer ese tipo de milagros… No sé cómo devolverle a una persona sorda su capacidad de oír, o a una persona muda su capacidad para hablar”. Pero el Señor nos diría: “No te pedimos tanto. Sencillamente trátalo como un ser humano…”. Tal vez ese es el mejor milagro que podamos hacer hoy.