Cuando entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera para verlo, pues tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:
«Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó enseguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.» Pero Zaqueo se puso en pie y le dijo al Señor: «La mitad de mis bienes, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Jesús le contestó: – «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.» (Lucas 19, 1-10).
El domingo pasado el Evangelio nos presentaba el contraste entre la oración arrogante de un fariseo cerrándose con su soberbia al amor de Dios, y la humilde de un publicano implorando la misericordia divina. Hoy nos muestra la misericordia de Dios actuante en Jesús y la conversión del publicano Zaqueo.
Los publicanos o recaudadores de los impuestos exigidos por el imperio romano eran rechazados como pecadores porque solían enriquecerse con las tajadas que obtenían a costa de los contribuyentes. Pero la actitud de Jesús hacia Zaqueo no es de rechazo, sino de invitación a un encuentro con Él que lo lleva a la transformación radical de su corazón y su conducta. Es interesante que el nombre Zaqueo significa en hebreo purificado, y en tal sentido, transformado.
Varios detalles nos pueden servir para nuestra reflexión y oración al contemplar el relato del Evangelio:
Este último detalle tiene una aplicación concreta a la resolución de los conflictos y la búsqueda de la paz mediante la reconciliación, pues el perdón supone de quien lo recibe un reconocimiento y una manifestación de la verdad sobre su comportamiento, como también una voluntad efectiva de reparación.
La primera lectura (Sabiduría 11,22; 12,2), exalta con estas palabras la compasión de Dios hacia todo ser humano, cualquiera que sea su condición, una actitud opuesta a la de quienes, como indica el Evangelio, criticaban a Jesús por entrar en la casa de un pecador. Pero, asimismo, muestra que la actitud compasiva de Dios no es una complicidad con el pecado, sino una invitación a la conversión, o sea a la reorientación de la vida en el sentido de la voluntad de Dios, que es voluntad de justicia y de amor.
Dice el libro de la Sabiduría: “Porque en todos los seres está tu espíritu inmortal. Por eso, a los que pecan los corriges y reprendes poco a poco, y haces que reconozcan sus faltas, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor”. Y esto es precisamente lo que ocurre con Zaqueo en el relato del Evangelio: el Espíritu Santo lo mueve a una conversión sincera. También en nosotros puede actuar este mismo Espíritu para transformarnos al recibir a Jesús en nuestra vida.
La segunda lectura, de la 2ª carta de san Pablo a la comunidad cristiana que él había dejado iniciada en la ciudad griega de Tesalónica (Tesalonicenses1,11 – 2,2), plantea como tema central la actitud que el creyente debe tener ante la promesa de la parusía, palabra griega que alude a la venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos: “ustedes abandonaron los ídolos y se volvieron al Dios vivo y verdadero para servirle y esperar que vuelva del cielo Jesús, el Hijo de Dios, al cual Dios resucitó”. Es una invitación a mirar el futuro con optimismo, poniendo todo nuestro empeño en colaborar, con una esperanza activa y paciente, a la construcción de un mundo mejor en el que se vaya haciendo realidad el reino de Dios.
A esto se refiere precisamente la oración que Jesús nos enseñó con la frase venga a nosotros tu Reino: un reino de justicia, de amor y de paz que sólo será posible en definitiva gracias al poder de Dios, pero también con nuestra colaboración, si nos disponemos a que el Señor venga a nuestra existencia y la transforme definitivamente en una vida nueva, como aconteció con Zaqueo. Es la misma esperanza que nos anima a repetir la invocación con que termina el Nuevo Testamento y que recitamos inmediatamente después de la consagración del pan y del vino en la Eucaristía: Ven, Señor Jesús (Apocalipsis 22, 20).
Este año jubilar, en el que somos invitados a renovar la esperanza en Dios, después de haber celebrado el día de ayer a todos los santos cae en domingo la fecha en que pedimos especialmente por los fieles difuntos. Al hacerlo, tengamos presente que también para nosotros terminará un día esta existencia terrena, y dispongámonos, desde ahora, como Zaqueo, a recibir a Jesús en nuestra casa -o sea en nuestro corazón, reconociendo ciertamente que no somos dignos de que entre en ella, como lo decimos antes de la comunión sacramental evocando otro pasaje del mismo Evangelio de Lucas (7,1-7), pero confiando en la misericordia de Dios. Y pidámosle que, con el poder del Espíritu Santo, transforme nuestros corazones como transformó el de Zaqueo, para que al encontrarnos con Él en la eternidad podamos gozar de la salvación que quiere ofrecernos. Así sea.