Juan 20:19-31, domingo, abril 11 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ La pascua (paso más que pasión) de Tomás tiene rasgos muy interesantes respecto al proceso de la fe. El dicho popular “incrédulo como Tomás” ha sido negativo en la lectura de este evangelio. Tanto en su versión “ver para creer” como “palpar para creer”. La noción de resurrección suscita interesantes preguntas sobre la pervivencia o continuación de la personalidad. El resucitado tiene que ser (y no ser) el mismo crucificado a la manera como el árbol debe ser (y no ser) la semilla de donde proviene. La vista era el sentido más confiable entre los griegos, tanto a nivel físico como simbólico, mientras que el oído era el de mayor contenido religioso entre los judíos. Su obligación básica era ¡Shema, Israel! (¡Escucha, Israel), pues Yahvéh era invisible pero audible. Tomás, sin embargo, argumenta, como los gentiles, con la vista y el tacto: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré». Según el mismo relato, el tacto no entrará en la pascua de Tomás, pero sí la vista de las llagas. Lo que vemos lo hacemos con los propios ojos, lo que oímos lo oímos de otros. Tomás prefiere ver con sus propios ojos a solamente escuchar lo que sus compañeros le dicen. Esto último, más cercano a la fe judía como confianza en el otro. Sin embargo, también la sicología nos muestra que a menudo vemos más de lo que hay o menos, como lo demuestran con las ilusiones ópticas. Como en los conocidos versos de Ramón de Campoamor: “Y es que en el mundo traidor/ nada hay verdad ni mentira:/ todo es según el color/ del cristal con que se mira”. Cuando leemos un texto bíblico no partimos de cero, sino de pre-comprensiones y preguntas que nos hacemos. Esto hace más rico el texto, pues requiere que el lector participe directamente en la construcción de sentido, a menudo con la identificación o rechazo del personaje, pero siempre comprometiendo su propia existencia.
Los tres sinópticos, tan diferentes a Juan, narran lo que sucede luego de la crucifixión en términos de antítesis entre ver y oír, creer y dudar, aceptar y rechazar. Hay confusión en ver al Resucitado pues se le confunde con un fantasma, con un hortelano, con un caminante cualquiera. Los discípulos tienen varias alternativas para explicar lo que les sucede con Jesús resucitado: a) una persona viva, b) una persona muerta, c) un espíritu[1] (fantasma). La persona viva tiene cuerpo y habla; la muerta, cuerpo pero no habla; el espíritu habla, pero no tiene cuerpo. Concluirían los discípulos, por eliminación, que si habla y tiene cuerpo entonces es una persona viva. Pero ya dijimos que esa era la idea judía de resurrección, no la cristiana. Al final será el oír el que valide lo que ven: la memoria de lo que han leído en las Escrituras y escuchado de Jesús suministra la prueba decisiva de lo que ven. Como creemos hoy en lo que leemos en un documento, en la red, en los medios de comunicación. No es de extrañar que el Resucitado desaparezca de la vista de los discípulos de Emaús; la vista puede engañarlos. Tomás es la muestra de que dudar es condición humana. El evangelio de Juan es el que más utiliza “creer” (unas 90 veces) infortunadamente con la palabra griega pisteuo que no traduce bien lo que era la fe (fidelidad) en hebreo. No es concluyente el axioma de que creer sea ver porque Tomás no cree a lo que le cuentan sus compañeros y exige tocar. En el relato paralelo de Lucas no les muestra las manos y el costado, sino las manos y los pies. La lanzada es exclusiva de Juan. En el relato de Mateo, las mujeres cogen al resucitado por los pies: «Ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron» (Mt 28:9). En Juan, dice expresamente Jesús a la Magdalena que no lo toque y en el mismo Juan pide a Tomás que toque sus llagas. Citando a Blas Pascal: “Luego de la resurrección no podemos tocar a Cristo más que en las llagas del prójimo”. El deseo de Tomás se hace más grande cuando pasa del dedo a la mano con la cual quiere palpar.
En Lucas, la prueba de la presencia del resucitado es que come con los discípulos por dos veces. Pero en la tradición judía, heredada de Babilonia, los ángeles también pueden de hecho comer y beber o al menos dar la apariencia de hacerlo sin ser posible para los humanos diferenciarlos de los mismos seres humanos. En el relato de la visita a Abrahán hay una sustitución de hombres por ángeles. En algunos filósofos griegos, solamente el tocar no admite error, mientras otros sentidos pueden engañarnos. El escepticismo como sistema de pensamiento se basa en el engaño de los sentidos. El sueño aparece tan real como la vigilia. Si Tomás toca un cadáver quebranta un tabú de la época. Jesús invita a tocarlo, pero Tomás finalmente no lo toca y Juan da una salida al impase con el Salmo 35: «Oh mi Dios y Señor» (Sal 35:23). Era el saludo que el emperador Domiciano exigía a sus súbditos: “Dominus et deus noster” (Señor y dios nuestro). Así que Jesús ni rechaza la petición de Tomas ni de hecho la cumple. Tomás, por su parte, deja la pregunta sobre la materialidad del cuerpo del resucitado completamente abierta. Por otro lado, proclama que la forma más depurada de la fe viene de los que creen sin haber visto. Cuando piden signos a Jesús, los declara de poca fe o generación perversa y se niega a darlos. Esto está más cerca de la fe judía que viene por el oír y pedir señales a Yahvéh es tentarlo. Igual rechaza Jesús en las tentaciones dar señales espectaculares. En la cruz le piden bajar a Jesús para creer en él e igualmente lo rechaza. Aún más, la carta a los hebreos dice que la fe es mantener la esperanza en lo que no se ve. Si Tomás cree por lo que ve, Jesús lo invita a madurar en su fe creyendo sin ver para ser bienaventurado. Así como Juan dice para la encarnación que el “verbo (logos, palabra) se hizo carne, tocar la carne de Jesús sería tocar el logos, la palabra, el verbo, algo más abstracto que la carne. San Agustín y San Gregorio Magno, así como la escolástica de la Edad Media, tenían por cierto que Tomás tocó a al Resucitado, algo concorde con sus presupuestos filosóficos. Santo Tomás de Aquino deja la duda. Para San Alberto Magno, Tomás no toca el cuerpo del Resucitado. La Reforma, al volver a las fuentes, deja el debate abierto sobre la corporalidad del Resucitado. El mismo Juan, al aplicar la resurrección al creyente, deja un signo más significativo: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3:14).
Muchos creyentes creen que realmente Tomás toca a Jesús pero esto no aparece en el evangelio. Tomás (Dídimo) que significa mellizo, aparece como un personaje dual, ego y alter ego, yo y superyó y otras formas sicológicas del complejo mundo interior y más en el campo de la fe. Como luchan los mellizos Esaú y Jacob en el seno de Rebeca o Fares y Zeraj en el seno de Tamar. En las leyendas sobre San Francisco de Asís se habla igualmente de quienes querían ver y tocar sus estigmas, reflejando el contenido de este evangelio.
Este evangelio de Juan es de capital importancia porque abre a la doctrina de la resurrección la comprensión de la tumba vacía, del cuerpo del resucitado (Pablo lo llama cuerpo espiritual), de la experiencia pascual del creyente que ha de unir la pasión con la resurrección. Tomás, más que un simple discípulo de la lista de “los doce” de Marcos, Mateo y Lucas, se convierte en todo un personaje en el evangelio de Juan, en un teólogo que dialoga con el Resucitado. Diálogo que cualquier creyente quizás puede reabrir hoy. El Resucitado en el evangelio de hoy lleva las marcas de la pasión.
[1] Esta creencia en espíritus buenos y malos desencarnados, contraria al pensamiento judío, se había introducido por influjo del destierro a Babilonia. Eran comunes en el zoroastrismo, religión dualista.