Juan 20:19-31, domingo, abril 24 de 2022 Por: Luis Javier Palacio, SJ Es esencial en la vida cristiana la fe en ambas resurrecciones: la de Jesús y la nuestra. Pero a menudo es conveniente precisar en qué es lo que se cree y aquí es donde entra en juego la duda. Parecería que creer es lo opuesto a dudar y contradictorio con la fe pero más bien puede serle complementario y a menudo de necesidad mutua. Aunque nos hemos enseñado a considerar el cristianismo como una serie de afirmaciones que hay que mantener en su integridad (surgidas básicamente de los concilios) cuando miramos las discusiones que precedieron a las definiciones dogmáticas nos damos cuenta de la variedad de apreciaciones, opiniones, debates, situaciones sociales, históricas y hasta políticas en las que se enmarcan. Incluso libros claves en el desarrollo del cristianismo occidental como las Confesiones de San Agustín o la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, están repletos de las dudas de sus propios autores. La Suma Teológica es la respuesta a 520 dudas que plantea el libro sobre la fe, en los variados órdenes de la vida, la ciencia, los sacramentos, Dios, Jesucristo y otros temas. San Agustín dice haber superado todas las dudas personales por su fe y se adentra en sí mismo para encontrar a Dios como algo más íntimo que su misma intimidad. El pensador, filósofo, científico y teólogo Blas Pascal, por el contrario, opinaba que adentrándose en sí mismo no encontraba sino un “ego” despreciable y odioso que tiraniza a los demás y a sí mismo. Algo similar expresan las religiones orientales al afirmar que “el yo es una ilusión”. De alguna forma en la encarnación se produce la negación misma de Dios: « El cual, siendo de condici ón divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despoj ó de sí mismo tomando condición de siervo.» (Fil 2:6-7) Es lo que el apóstol Pablo llama la kénosis, abajamiento o vaciamiento. Para Pascal Dios no podía ser sino el de Abrahán, Isaac y Jacob, y no el de los filósofos.
El judaísmo, en general, consideraba a Yahvéh como más allá de toda duda, absolutamente cierto y sin necesidad de pruebas de su existencia. Para los judíos, de todo lo que no fuera Yahvéh se podía dudar, discutir e interpretar aunque lo hacieran a la luz de sus Escrituras. Como en otro comentario se decía, el judaísmo y el cristianismo no son religión del Libro (como lo es el islamismo) sino de la “interpretación del Libro”. Había una interesante norma de interpretación: en los cosas referentes a las leyes bíblicas se debía asumir como válida la norma más estricta dada por los rabinos; en las cosas referentes a lo decidido por los mismos rabinos se debía asumir como válida la norma más amplia y tolerante; es decir, la más humana y misericordiosa. El cristianismo se predica entre los griegos, grandes preguntadores que no tenían más criterio que la razón, sin libro sagrado ninguno. Aunque era una cultura con mucha literatura (mitos y leyendas) nada era tenido por inspirado. Se dice que el mérito de su pensamiento no estriba tanto en las respuestas que dio sino en las preguntas que planteó. Precisamente la llamada duda de Tomás es sobre la consonancia del Resucitado con el Crucificado. El Resucitado debía llevar las marcas de la pasión para que hubiera continuidad entre uno y otro. Finalmente Tomás ve las llagas pero no las toca porque como expresaba el Blas Pascal, luego de la resurrección a Dios no lo podemos tocar más que en las llagas del prójimo.
La escena de Tomás, luego de la Resurrección, nos muestra la importancia de la duda que, por otro lado no está ausente en la vida pública de Jesús. Hasta los discípulos dudan quién sea Jesús; las gentes dudan si se va a los griegos o a suicidarse; discípulos y multitudes se pregunta por la autoridad con la que obra; quien sea aquel a quien los vientos y el mar obedecen; y muchas preguntas más. La duda de Tomás es sobre si el Resucitado es el mismo crucificado o si, como los actores de cine, simplemente ha cambiado de papel. La salvación no nos viene solo por la muerte de Jesús pero tampoco solo por su resurrección. Necesitamos de la unión indisoluble de muerte y resurrección. Como dice la más primitiva confesión de fe: «Fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación» (Rm 4:25). Si la duda es humana, somos justificados no solamente a pesar de nuestro pecado sino a pesar de nuestras dudas. Sin espacio para la duda, la fe sería la conclusión de una reflexión lógica, válida quizás para las ciencias pero no para la fe ni para las decisiones más existenciales y vitales (por ejemplo enamorarse, casarse, elegir una profesión, dedicar la vida al servicio de los demás, tener un hijo, etc.). Incluso gracias a la duda, han avanzado las ciencias en todos los campos. Se duda de una teoría anterior y se postula una novedosa y más explicativa. La duda, aunque sea sobre Dios mismo, como aparece en el Antiguo Testamento, no necesariamente nos separa de Dios y por el contrario nos puede unir más fuertemente a él.
Todo el evangelio está basado en la condicionalidad y provisionalidad del ser humano “a pesar de”: a pesar de ser pecadores, Dios nos ama; a pesar de ser injustos, Dios nos hace justos; a pesar del pecado, sobre abunda la gracia; a pesar de nuestras inseguridades, Dios nos conforta; a pesar de nuestros dolores, Dios los asume como propios; a pesar de ser mortales, Dios nos resucita. El modelo de creyente no es el intelectual sin espacio a la duda sino el misericordioso. « Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.» (Lc 6:36) Ha dicho el papa Francisco en varias ocasiones que el teólogo que pretenda tener todas las respuestas, es un teólogo mediocre. Sería deshonesto adherir a una doctrina a condición de dejar de pensar y por lo tanto de dudar. La función del lenguaje religioso acerca de Dios y del hombre (la Biblia es palabra de Dios sobre el hombre, no sobre Dios de quien más ignoramos que sabemos) no es comunicar algo, sino fundar, poner las bases de lo que no se daría de otra manera. Si no digo: te amo, no es posible el amor. Y decirlo es correr el riesgo de avanzar en la construcción de algo nuevo, como caminantes, como peregrinos que somos en este mundo.
En el evangelio de Juan se compromete Dios con el mundo pues se encarna por amor[1]. De tal manera que no hay salvación si abandonamos el mundo (con sus incertidumbres) pero tampoco la hay si nos dejamos absorber totalmente por él. « No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno.» (Jn 17:15) Una unión con el mundo que parecería imposible desde el punto de vista lógico pero posible en una visión mística como la de este evangelio de Juan. La mística de Juan es una mística encarnada que no puede quedarse solamente en experiencia interna del místico mismo, siendo irresponsable con el resto (un Dios sin creación) pero tampoco es un mero naturalismo de inmersión en la creación. En tal proceso dinámico siempre habrá espacio para las preguntas, las dudas, pues sin éstas quizás nuestra fe está más muerta que viva. Como lo expresaba el poeta inglés Alexander Pope: “Hay más verdad en una duda honesta que en la mitad de un Credo”. La “duda de Tomás” nos sirve para aclarar la idea de resurrección y nos puede resultar tan útil como la confesión de Pedro en Cesarea, que necesita ser explicada por el mismo Jesús. Albino Luciani (Juan Pablo I) escribía que hay un núcleo de bondad incluso en las ideas más equivocadas. Aunque el dios filosófico de los griegos fuera más claro, era igualmente más inhumano. El Dios de los cristianos es tan humano que porta las heridas que le hemos causado para movernos a compasión con aquellos a quienes hemos herido.
[1]En algunas explicaciones de la encarnación se habría encarnado necesariamente por el pecado de Adán.