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Abril 25: Vida abundante

Juan 10:11-18, domingo, abril 25 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ  Tratándose de ovejas, la vida abundante es tener suficientes y frescos pastos y agua. La mayoría de los seres vivos viven con una gran austeridad de alimentos. Se dice que el oso panda se alimenta exclusivamente de retoños de bambú; el koala, de retoños de eucalipto; el bradipo o perico ligero o perezoso, de retoños de yarumo o guarumo y así muchos otros animales más. El ser humano, en cambio, ha venido aumentando sus necesidades, excesivas y superfluas, hasta el exceso, justificándolas. Es el único ser vivo que nunca se sacia y expande sus necesidades con la ciencia y la técnica. Su vida no es simplemente la biológica o de supervivencia, sino que sus necesidades materiales, anímicas o sicológicas y espirituales no alcanzan nunca su límite. Son infinitas las imágenes de esta y la otra vida tomadas del mundo de la naturaleza: flores, aves, mamíferos, animales marinos y elementos como el agua, el fuego, los planetas, las montañas, etc. Todos ellos han tenido algún papel que jugar en el lenguaje religioso en el pasado, aunque hoy la religión no es la única creadora de sentido social sino que forma parte de un todo más grande en el cual tanto da sentido como recibe sentido. Todas las religiones toman también del ciclo de vida humana (nacimiento, muerte, pubertad, vida en pareja, ritos de paso) o de momentos claves de la existencia individual y colectiva (v.gr. siembras, cosechas, Eucaristía), celebrándola en ritos, a diferencia de los animales.
En el judaísmo la vida es considerada como la bendición suprema de Yahvéh, pues se origina no de manera exactamente biológica sino por el soplo divino. La Toráh es considerada como el árbol de la vida que habría sido creado antes que el hombre. La vida abundante y feliz del judío sería vivir de acuerdo a la Toráh. «Guardad mis preceptos y mis normas. El hombre que los cumpla, por ellos vivirá.  Yo, Yahveh.» (Lev 18:5). No vivirlos era condenarse a la enfermedad o la muerte. Dada la concepción del ser humano no se diferenciaba entre lo físico y lo espiritual de manera que con el lenguaje de lo biológico se expresaban ambas realidades. Así, en las curaciones de Jesús se implican ambas. Hoy el lenguaje es más especializado. Los únicos casos en los que la propia vida pasaba a un segundo plano (se prefería la muerte) eran la idolatría, el asesinato y el sexo ilícito (adulterio e incesto). El énfasis se ponía en la vida y goce en este mundo, pues «no alaban los muertos a Yahvéh, ni ninguno de los que bajan al silencio» (Sal 115:17), incluso cuando se introduce la creencia en la vida futura, este mundo no pierde valor. Aún en este caso la resurrección sería del hombre total incluida su carne o su cuerpo y no la permanencia de una alma desencarnada, como en Grecia. Del credo de los apóstoles se toma la resurrección del cuerpo y del de Nicea-Constantinopla, la resurrección de los muertos. Detrás hay un debate que no viene al caso. Una enseñanza que destacaba el valor de la vida en el judaísmo era que quien destruye una vida, destruye el mundo entero y quien preserva una vida, preserva el mundo entero.
En el cristianismo, en general y por siglos, interesó más la vida eterna a menudo desligada de la vida en la tierra. Es una de las razones por las cuales achacan al cristianismo buena parte de la responsabilidad en la crisis ecológica. Vida abundante se tomó en sentido espiritual, lejos de pastos y aguas. En el Nuevo Testamento hay reflejo de ambas concepciones, pues aunque se habla de la esperanza de la vida venidera, igualmente se anticipa a esta vida como el reinado de Dios que ya ha comenzado. En Juan prácticamente la vida verdadera, aquí y ahora, se asimila a la vida eterna, a la palabra y a la Eucaristía. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte.» (1 Jn 3:14). En los sinópticos, entrar en el reinado de Dios equivale a entrar en la vida eterna. En Pablo se entra igualmente en dicha vida abundante desde ahora, aunque de forma aún velada, pues aunque Cristo viva en mí, vive como crucificado y mi vida permanece oculta en Cristo. Las imágenes de vida eterna más claras tienen que ver con el pan, el agua, el vino, el banquete de bodas. En el Apocalipsis, con una liturgia celestial alrededor de las “bodas del cordero”. Las imágenes geográficas de la teología fueron básicamente de una vida eterna en un cielo localizado por encima de la atmósfera y las estrellas, y en contraste un infierno por debajo de la tierra. La Divina Comedia, de Dante Aligheri, es toda una topografía de la otra vida.[1] Esta geografía hace crisis con la astronomía moderna (no hay arriba ni abajo) aunque el ingenuo lenguaje bíblico se sigue usando. Esto abre la posibilidad de pensar cielo e infierno como estados espirituales, pero queda el desafío de la resurrección del cuerpo o de los muertos (¿cuál es su vida abundante?). El teólogo Oscar Culmann suprime el espacio y habla de vida terrena, sueño de la muerte y resurrección. En los tres estados con vida abundante. El sueño de la muerte sería como estar en el seno de Abrahán o en el limbo de los patriarcas. En la resurrección Dios sería todo en todos (1 Co 15:28), comunión total, como describe Pablo el estado final. 
La teología existencial plantea una síntesis de la otra vida y esta, eliminando espacio y tiempo, de manera que el presente y el futuro se unen en la decisión personal actual, en una escatología realizada como en el evangelio de Juan. Ya, aquí y ahora, hay vida verdadera y juicio final. Así se busca una vida, aquí y ahora, más auténtica y responsable. Como si estuviéramos enfrentados al final en cada instante; muertos y resucitados al tiempo. La fe en la resurrección como gracia, como don, se diferencia de la inmortalidad natural del alma que profesaba la filosofía griega. Ya puedo compartir la vida de Dios en esta vida y en esta tierra. Algo similar expresaba Santa Teresa de Lisieux cuando aludía al cielo. Luchaba por bajar el cielo a la tierra más que por ir al cielo. El hombre nuevo no se deja reducir al cuerpo animal (psíquico), pues acepta el desafío de la lenta construcción de su cuerpo espiritual (pneumatiko, en palabras del apóstol Pablo).
Siendo la vida verdadera, abundante o eterna un don de Dios ofrecido a quienes asimilan la muerte y resurrección de Jesús en sus vidas, no se recibe como recompensa sino como destino del creyente: estar con Cristo. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros.» (Jn 14:3). La encarnación es la afirmación simultánea del cielo y la tierra, del ahora y el futuro, de lo humano y lo divino, de esta y la otra vida. No es posible sobrevalorar la otra vida con desprecio de ésta, que no sería más que una preparación para bien morir. Sería devaluar la vida responsable, por ejemplo, frente a la naturaleza. La salvación pierde su sentido comunitario y se vuelve un asunto personal de ajuste de cuentas con el propio pecado nunca superado. El mal se volvía eterno y fatal. La salvación se divorciaba del reinado de Dios. La espiritualidad una fuga del mundo. El Concilio Vaticano II busca corregir estos excesos. Al mirar el cristianismo desde otras religiones, teólogos como Karl Rahner y Hans Küng expresan: «Las religiones no cristianas son el camino ordinario para la salvación de la mayoría mientras que la iglesia sería el modo extraordinario de salvación». La vida abundante ha de ser para todos, pues si lo es para unos pocos no habría novedad en lo que la humanidad ha hecho siempre: conceder a unos pocos todos los bienes en esta vida y negarlos a la gran mayoría. Vida para unos y muerte para muchos. Si la iglesia es para unos pocos, el reinado de Dios es para todos.
 
[1] Quizás Dante y John Milton (El Paraíso Perdido) junto con el arte terminaron influyendo en la fe popular más que la misma teología.

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