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Abril 3: Quien no tenga pecado, tire la primera piedra

V domingo de Cuaresma
Ciclo C – abril 3 de 2022 Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ En aquel tiempo Jesús se dirigió al Monte de los Olivos. Y por la mañana temprano fue otra vez al templo, y todo el pueblo se reunió junto a Él. Él se sentó y se puso a enseñarles. Entonces los escribas y los fariseos le llevaron una mujer que habían sorprendido cometiendo adulterio, la colocaron en medio y le dijeron a Jesús: “Maestro, a esta mujer la sorprendimos en el momento mismo de cometer adulterio. En la Ley nos mandó Moisés que a las adúlteras hay que matarlas a piedra. ¿Tú qué dices?”. Esto lo decían para ponerle dificultades y tener de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y empezó a escribir con el dedo en el suelo. Como ellos siguieron insistiendo con la pregunta, Él se levantó y les dijo: “¡El que no tenga pecado, que le tire la primera piedra!”. Y se volvió a inclinar y siguió escribiendo en el suelo. Ellos, al oír esto, se fueron retirando uno por uno, comenzando por los más viejos; y quedó solo Jesús, con la mujer, que seguía allí delante. Entonces se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te condenó?”. Ella contestó: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Pues tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Juan 8,1-11).
Durante su estadía en Jerusalén, Jesús solía ir con sus discípulos al Monte de los Olivos, donde descansaba y oraba para recibir la energía espiritual que le hacía posible afrontar la oposición cada vez más intensa de los escribas o doctores de la ley, en su mayoría de la secta de los fariseos, cumplidores fanáticos de unas prescripciones que hacían derivar de Moisés, pero que en realidad era el resultado de una concepción religiosa alejada del Dios misericordioso que se le había revelado al mismo Moisés doce siglos atrás.
Y después de rehacer sus fuerzas, Jesús bajaba con sus discípulos nuevamente a Jerusalén para enseñar. La gente acudía a oírlo cada día en mayor cantidad, hasta el punto de llegar a decir el evangelista que “todo el pueblo se reunió junto a Él”. Y lo que les enseñaba era justamente que Dios es un Padre compasivo, siempre dispuesto a perdonar a quien se acoja sinceramente a su misericordia.
 
1. “Moisés nos mandó que a las mujeres adúlteras hay que matarlas a piedra. ¿Tú qué dices?” 
Además de corresponder el planteamiento a una posición machista según la cual es criminalizada la infidelidad conyugal de las mujeres y no la de los hombres, esta pregunta llevaba una intención malévola. Si Jesús respondía que no estaba de acuerdo con matar a piedra a aquella mujer, se pronunciaría contra lo que mandaba la “Ley de Moisés”; y si decía que estaba de acuerdo, se manifestaría en contra del gobierno imperial de Roma, que se reservaba el poder de condenar a muerte.
La respuesta de Jesús implica un rechazo frontal a la pena de muerte, venga de donde venga, y contrasta con la actitud de los escribas y fariseos que habían tergiversado la Ley de Dios con unas prescripciones contrarias a lo que Él había dicho varios siglos antes a través de sus profetas: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ezequiel 33, 11). ¿Sería esto lo que Jesús escribía en el suelo antes de contestarles?…
 
2. “¡El que no tenga pecado, que le tire la primera piedra!”
¡Cuántas veces se condena a las personas a la destrucción de sus posibilidades de redención, convirtiendo su existencia en un infierno sin salida! Nadie tiene derecho a destruir la vida de otros sobre la base de haber estos cometido determinados delitos, por graves que sean. Quienes los hayan cometido, en la medida en que han afectado a otras personas, deben reconocer y reparar en lo posible los daños que ha causado su comportamiento, pero su derecho a la vida sigue vigente a pesar de las posiciones propias de aquella supuesta justicia basada en el imperio de la venganza que, al destruir la vida humana, en lugar de resolver los problemas, los agrava más. Por eso, todo creyente en Jesucristo debería rechazar de plano cualquier legislación que imponga la pena de muerte. Dios es el único dueño de la vida de las personas, cualquiera que sea su conducta.
Hay un detalle significativo en el relato del Evangelio: “se fueron retirando uno por uno, comenzando por los más viejos”. Esto parece querer decirnos que, cuantos más años se vive, más se debe vencer la tendencia a juzgar y condenar a los demás, reconociendo cada cual su propia condición de pecador y disponiéndose a reformar su propia vida en lugar de querer acabar con la de los demás.
 
3. “Pues tampoco yo te condeno. Vete, y de ahora en adelante no peques más”
Se suele confundir a la adúltera de este relato del Evangelio según san Juan, con otra mujer cuyo nombre tampoco se menciona y que en los demás Evangelios unge con perfume los pies de Jesús y los enjuga con sus cabellos, antes de su llegada a Jerusalén (Marcos 14, 3-8, Mateo 26, 6-13, Lucas 7, 36-50), y que en el pasaje de Lucas es caracterizada como una “mujer de mala vida” arrepentida. A ambas se las suele también identificar con María Magdalena, otra mujer distinta de las anteriores, que acompañó a Jesús y sus discípulos en Galilea, que había sido curada por Jesús (Lucas 8, 2) y que luego estaría presente en su crucifixión y sería la primera testigo de su resurrección.
Pero más allá de estas distinciones, el mensaje central es el mismo: el Dios que se nos ha revelado personalmente en Jesús de Nazaret no es un juez condenador, sino un Padre siempre dispuesto a perdonar y a ofrecerle un porvenir nuevo a quien reconoce su necesidad de salvación. La voluntad divina es de misericordia y no de condenación. Este mensaje implica una invitación a mirar el futuro con esperanza: “No se queden recordando lo antiguo… ya que voy a hacer algo nuevo” (primera lectura: Isaías 43, 16-21). “Quedaré a paz y salvo con Dios no por mis propios méritos y basado en la ley, sino que Dios mismo será quien, en virtud de la fe, me ponga a paz y salvo consigo… olvidando lo pasado y lanzado hacia delante” (segunda lectura: Filipenses 3, 8-14).
Aprovechemos pues este tiempo de Cuaresma que ya está para terminar, disponiéndonos a perdonar como Jesús nos mostró con su ejemplo que Dios perdona, y en lugar de juzgar y condenar a los demás empecemos por reconocer nuestra propia condición de necesitados de la misericordia divina.

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