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Viernes Santo
Abril 7 de 2023
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Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ
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1ª Lectura (Isaías 52,13 a 53,12): Mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá. Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos; ante él los reyes cerrarán la boca, al ver lo inenarrable y contemplar lo inaudito. ¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus heridas nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién meditó en su destino? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malvados, una tumba con los malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación; verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores; él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores.
Salmo responsorial [Salmo 31 (30)]: A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, sálvame. En tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás. Soy la burla de mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de mis conocidos; me ven y escapan de mí. Me han olvidado como a un muerto, me desecharon como a un cacharro inútil. Pero yo confío en ti, Señor. Tú eres mi Dios. En tu mano están mis azares; líbrame de los que me persiguen. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Sean fuertes y valientes de corazón los que esperan en el Señor.
2ª Lectura (Hebreos 4,14-16;5,7-9): Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo como nosotros, menos en el pecado. Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente. Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Evangelio (Juan 18 y 19): Dicho esto (la oración a Dios Padre que termina diciendo “Les he dado a conocer quién eres, y seguiré haciéndolo, para que el amor que me tienes esté en ellos, y yo mismo en ellos” –Jn 17,26-), Jesús salió con sus discípulos hacia el otro lado del arroyo Cedrón. Allí había un huerto, donde Jesús entró con sus discípulos. También Judas, el traidor, que conocía el lugar porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos, llegó con una tropa de soldados y guardianes del templo enviados por los jefes de los sacerdotes y los fariseos. Estaban armados y llevaban antorchas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a pasar, les preguntó: —¿A quién buscan? Ellos le contestaron: —A Jesús de Nazaret. Jesús dijo: —Yo soy. Judas, el que lo estaba traicionando, se encontraba allí con ellos. Cuando Jesús dijo: «Yo soy», se echaron hacia atrás y cayeron al suelo. Jesús volvió a preguntarles: —¿A quién buscan? Y ellos repitieron: —A Jesús de Nazaret. Jesús les dijo otra vez: —Ya les he dicho que soy yo. Si me buscan a mí, dejen que estos se vayan. Esto sucedió para que se cumpliera lo que Jesús mismo había dicho: “Padre, de los que me diste, no se perdió ninguno.” Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó y le cortó la oreja derecha a uno llamado Malco, servidor del sumo sacerdote. Jesús le dijo a Pedro: —Vuelve a poner la espada en su lugar. Si el Padre me da a beber este trago amargo, ¿no habré de beberlo? Los soldados y los guardianes judíos del templo arrestaron a Jesús y lo ataron. Lo llevaron primero a la casa de Anás, suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año. Caifás era el mismo que había dicho que era mejor que un solo hombre muriera por el pueblo. Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. El otro discípulo, que era conocido del sumo sacerdote, entró con Jesús en la casa; Pedro se quedó fuera, a la puerta, pero el discípulo conocido del sumo sacerdote salió y habló con la portera, e hizo entrar a Pedro. La portera le preguntó a Pedro: —¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre? Pedro contestó: —No lo soy. Como hacía frío, los servidores y los guardianes del templo habían hecho fuego, y estaban allí calentándose. Pedro estaba con ellos. El sumo sacerdote comenzó a preguntarle a Jesús acerca de sus discípulos y de lo que enseñaba. Jesús le dijo: —He hablado públicamente delante de todo el mundo; siempre he enseñado en las sinagogas y en el templo, donde se reúnen los judíos; así que no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que me han escuchado, y que ellos digan de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho. Cuando Jesús dijo esto, uno de los guardianes del templo le dio una bofetada, diciéndole: —
¿Así contestas al sumo sacerdote? Jesús le respondió: —Si he dicho algo malo, dime qué ha sido; y si no ¿por qué me pegas? Entonces Anás lo envió, atado, a Caifás, el sumo sacerdote. Pedro seguía allí, calentándose junto al fuego. Le preguntaron: —¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre? Pedro lo negó, diciendo: —No lo soy. Luego le preguntó uno de los servidores del sumo sacerdote, pariente del hombre a quien Pedro le había cortado la oreja: —¿No te vi con él en el huerto? Pedro lo negó otra vez, y en ese instante cantó el gallo. Llevaron a Jesús de la casa de Caifás al palacio del gobernador romano. Como ya comenzaba a amanecer, los judíos no entraron en el palacio, pues de hacerlo faltarían a las leyes sobre la pureza ritual y no podrían comer la cena de Pascua. Por eso Pilato salió y les dijo: —¿De qué acusan a este hombre? —Si no fuera un criminal -le contestaron-, no te lo habríamos traído. Pilato les dijo: —Llévenselo ustedes, y júzguenlo conforme a su propia ley. Pero las autoridades judías contestaron: —Los judíos no tenemos derecho a dar muerte a nadie. Así se cumplió lo que Jesús había dicho sobre cómo tendría que morir. Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le dijo: —¿Eso lo preguntas por tu cuenta, o porque otros te lo han dicho de mí? Le contestó Pilato:
—¿Acaso yo soy judío? Los de tu nación y los jefes de los sacerdotes son los que te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? Jesús le contestó: —Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, tendría gente a mi servicio que pelearía para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí. Le preguntó entonces Pilato: —¿Así que tú eres rey? Jesús le contestó: —Tú lo has dicho: soy rey. Yo nací y vine al mundo para decir lo que es la verdad. Y todos los que pertenecen a la verdad, me escuchan. Pilato le dijo: —¿Y qué es la verdad? Y después salió otra vez a hablar con los judíos, y les dijo: —No encuentro ningún delito en este hombre. Pero ustedes acostumbran que yo les suelte un preso durante la fiesta de la Pascua: ¿quieren que les deje libre al Rey de los judíos? Todos gritaron: —¡A ese no! ¡A Barrabás! Barrabás era un bandido. Pilato tomó entonces a Jesús y mandó azotarlo. Los soldados trenzaron una corona de espinas, la pusieron en la cabeza de Jesús y lo vistieron con una capa de color rojo oscuro. Luego se acercaron a él, diciendo: —¡Viva el Rey de los judíos! Y le pegaban en la cara. Pilato volvió a salir, y les dijo: — Miren, aquí lo traigo, para que vean que no encuentro en él ningún delito. Salió Jesús, con la corona de espinas en la cabeza y vestido con aquella capa. Pilato dijo: —¡Ahí tienen al hombre! Cuando lo vieron los jefes de los sacerdotes y los guardianes del templo, comenzaron a gritar: —¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Pilato les dijo: — Llévenselo y crucifíquenlo ustedes, pues yo no encuentro ningún delito en él. Las autoridades judías le contestaron:
—Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se ha hecho pasar por Hijo de Dios.
Al oír esto, Pilato tuvo más miedo. Entró de nuevo en el palacio y le preguntó a Jesús: —¿De dónde eres tú? Pero Jesús no le contestó nada. Pilato le dijo: —¿Es que no me vas a contestar? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, lo mismo que para ponerte en libertad? Entonces Jesús le contestó: —No tendrías ninguna autoridad sobre mí si Dios no te lo hubiera permitido; por eso, el que me entregó a ti es más culpable de pecado que tú. Desde aquel momento, Pilato buscaba la manera de dejar libre a Jesús; pero los judíos le gritaron: —¡Si lo dejas libre, no eres amigo del emperador! ¡Cualquiera que se hace rey, es enemigo del emperador! Pilato, al oír esto, sacó a Jesús, y luego se sentó en el tribunal, en el lugar llamado en hebreo Gabatá, que quiere decir El Empedrado. Era el día antes de la Pascua, como al mediodía. Pilato dijo a los judíos: —¡Ahí tienen a su rey! Pero ellos gritaron: —¡Fuera!
¡Fuera! ¡Crucifícalo! Pilato les preguntó: —¿Acaso voy a crucificar a su rey? Y los jefes de los sacerdotes le contestaron: —¡No tenemos más rey que el emperador! Entonces Pilato les entregó a Jesús para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron. Jesús salió llevando su cruz, para ir al llamado «Lugar de la Calavera» (que en hebreo se llama Gólgota). Allí lo crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, quedando Jesús en el medio. Pilato escribió un letrero que decía: «Jesús de Nazaret, Rey de los judíos», y lo mandó poner sobre la cruz. Muchos judíos leyeron aquel letrero, porque el lugar donde crucificaron a Jesús estaba cerca de la ciudad, y el letrero estaba escrito en hebreo, latín y griego. Por eso, los jefes de los sacerdotes judíos le dijeron a Pilato: —No escribas “Rey de los judíos”, sino “El que dice ser Rey de los judíos”. Pero Pilato les contestó: —Lo escrito, escrito queda. Después de que los soldados crucificaron a Jesús, recogieron su ropa y la repartieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, pero como era sin costura, tejida de una sola pieza, se dijeron: —No la rompamos, echémosla a suerte, a ver a quién le toca. Así se cumplió la Escritura que dice: “Se repartieron entre sí mi ropa, y echaron a suertes mi túnica.” Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, y la hermana de su madre, María, esposa de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre, y junto a ella al discípulo a quien él quería mucho, dijo a su madre: —Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego le dijo al discípulo: —Ahí tienes a tu madre. Desde entonces, este discípulo la recibió en su casa. Después de esto, como Jesús sabía que todo se había cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: —Tengo sed. Había allí un jarro lleno de vinagre. Empaparon una esponja en el vino, la ataron a una rama y se la acercaron a la boca. Jesús bebió el vinagre, y dijo: —Todo está cumplido. Luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu. Era el día antes de la Pascua, y los judíos no querían que los cuerpos quedaran en las cruces durante el sábado, que era muy solemne. Por eso le pidieron a Pilato que ordenara quebrar las piernas a los crucificados y que quitaran de allí los cuerpos. Los soldados le quebraron las piernas al primero, y también al otro crucificado. Pero al acercarse a Jesús, vieron que ya estaba muerto. Por eso no le quebraron las piernas. Sin embargo, uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al momento salió sangre y agua. El que cuenta esto es quien lo vio, y dice la verdad; él sabe que dice la verdad, para que ustedes también crean. Porque estas cosas sucedieron para que se cumpliera la Escritura que dice: «No le quebrarán ningún hueso.» Y en otra parte: “Mirarán al que traspasaron.” Después de esto, José de Arimatea, le pidió permiso a Pilato para llevarse el cuerpo de Jesús. José era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a las autoridades judías. Pilato le dio permiso, y José se llevó el cuerpo. También Nicodemo, el que una noche fue a hablar con Jesús, llegó con unos treinta kilos de un perfume, mezcla de mirra y áloe. José y Nicodemo tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas empapadas en aquel perfume, según la costumbre judía para enterrar a los muertos. En el lugar donde crucificaron a Jesús había un huerto, y en éste un sepulcro nuevo donde no habían puesto a nadie. Allí pusieron el cuerpo de Jesús, pues el sepulcro estaba cerca y ya iba a empezar el sábado de los judíos.
1. ¿Por qué y para qué Jesucristo murió crucificado, y qué significa esto para nosotros?
¿Por qué? La muerte de Jesús en una cruz es consecuencia de su solidaridad con los excluidos, los marginados, las víctimas de un sistema injusto en el que impera la ambición de riquezas, de vanagloria y de poder. Frente a este sistema Jesús había proclamado con sus palabras y obras el Reino de Dios, fundado en el amor incondicional y sin fronteras. Por eso les resultó incómodo a quienes querían mantener el sistema establecido para sus intereses egoístas.
¿Para qué muere Jesús en la cruz? El propósito de su sacrificio fue llevar hasta las últimas consecuencias el misterio de su Encarnación, compartiendo el dolor humano precisamente hasta la muerte. En su pasión encontramos el mejor ejemplo de lo que es la com-pasión. La com-pasión de Dios consiste en que Él hecho hombre se manifiesta como el servidor sufriente, quien, con un amor misericordioso llevado hasta el extremo, carga sobre sí el pecado del mundo.
Esto es lo que dice el cuarto poema del “servidor de Yahvé”, escrito unos cinco siglos a.C. y que escuchamos en la primera lectura: tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores; lo cual a su vez corresponde a la presentación que había hecho de Él Juan Bautista al decirles a quienes serían sus primeros discípulos: Este es el Cordero de Dios, el que quita -o sea el que carga sobre sí mismo– el pecado del mundo.
¿Qué significa la cruz para nosotros? En el Bautismo fue signada nuestra frente con la señal de la cruz, y luego aprendimos a persignarnos y santiguarnos con esta misma señal. Pero, ¿cuál es el sentido auténtico de este signo? No el de un adorno, una alhaja o un amuleto de “buena suerte”, sino el de un compromiso de realizar, a imagen de Jesús, lo que significa entregar la vida por amor: a Dios (sentido vertical), y al prójimo para construir una comunidad solidaria viviendo como hermanos (sentido horizontal).
2. Las “siete palabras” o frases memorables de Jesús en la cruz
Los Evangelios de Mateo y Marcos evocan la primera:
- Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Este primer verso del Salmo 22 (21) escrito también unos cinco siglos a.C. es una súplica del justo en medio de las torturas que describe proféticamente, de forma similar al poema del servidor sufriente que escuchamos en la primera lectura, lo que iba a ser la pasión de Cristo. Ambos, además del dolor, expresan al final la confianza en Dios, que en un comienzo parece esconderse.
En el Evangelio de Lucas hallamos otras tres:
- Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
- Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.
- Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
El salmo 31 (30) expresa esa confianza total en Dios. Sin embargo, hay una diferencia significativa: el salmo en su versión del Antiguo Testamento se dirige a Yahvé, pero Jesús dice “Padre”, como les había enseñado a sus discípulos a llamar al Creador: un Padre siempre dispuesto a perdonar, a quien por lo mismo le pide que perdone a sus verdugos, y a quien nos revela al ofrecernos su misericordia, la misma con que le dijo a uno de los otros dos crucificados -el que confesó arrepentido sus pecados- que ese mismo día estaría con Él en la vida eterna.
Y el Evangelio de Juan, cuyo relato de la Pasión hemos escuchado hoy, nos trae estas otras tres:
- Mujer, ahí tienes a tu hijo, le dice Jesús a María, su madre, y luego al discípulo que también está junto a la cruz: Ahí tienes a tu madre. En Juan, que es aquel discípulo, Jesús nos ha dado a María como madre nuestra. Ella con su dolor al pie de la cruz nos dio a luz espiritualmente a quienes íbamos a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo.
- Tengo sed: esta expresión evoca también el Salmo 22 -que en otro de sus versos dice mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar-, y el 69 (68), que dice a su vez (verso 22): para mi sed me dieron a beber vinagre. Pero más allá de lo físico, la sed de Jesús es sed de amor; en cada víctima inocente de la injusticia y de las demás formas de violencia, Él, Dios hecho hombre, solidario con los que sufren, sigue teniendo sed.
- Todo está cumplido: Inmediatamente antes de “entregar su Espíritu”, Jesús resume así lo que fue su vida en la tierra, totalmente dedicada al cumplimiento de la voluntad de Aquél a quien nos enseñó a decirle “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
3. “Mi Cristo roto”
Con este título el jesuita Ramón Cue (1914-2001) narró en forma de parábola su aprendizaje con una imagen mutilada de Cristo que había comprado en un anticuario. Evoquemos un fragmento de esa parábola:
“Apreté a mi Cristo roto con cariño y salí con Él a la calle. Ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré cara a cara con mi Cristo. ¡Qué ensangrentado despojo mutilado! Viéndolo así, me decidí a preguntarle:
- ¿Le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz? (…). – ¿Cállate, me respondió una voz tajante (…) ¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo? ¡Cállate! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló. Yo ya lo perdoné (…) Cuando un hombre se arrepiente, yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como ustedes. ¿Por qué ante mis miembros rotos no se te ocurre recordar a seres que ofenden, hieren, explotan y mutilan una imagen mía de carne, en la que palpito? ¡Hipócritas! Se rasgan las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrechan la mano o le rinden honores al que mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos. – Yo contesté: No puedo verte así destrozado (…). Mañana mismo te llevaré al taller. – ¡No me restaures, Te lo prohíbo! – ¿Por qué no quieres que te restaure? ¿No comprendes, Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado?
- Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo: rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así te acuerdas de ellos y te duele!
Muchos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores, sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos, cristos rotos y sufrientes. Hay muchos que tranquilizan su conciencia besando un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano, ¡Esos besos me repugnan, me dan asco! Los tolero, pero me hieren el corazón. ¡Tienen demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada (…). Un Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del dolor ajeno (…) Por eso, ¡deberían tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada iglesia, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos!”
Al conmemorar, pues, la pasión del Señor y su muerte en la cruz, adorémosle con devoción –a Él, no al madero, como suele decirse erróneamente con la frase “adoración de la santa cruz”-, con una disposición sincera a reconocerlo sufriente en todos nuestros prójimos que padecen la injusticia y la violencia, y rezando: Te adoramos Cristo y te bendecimos, que por tu santa cruz redimiste al mundo.