XX Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo C – agosto 14 de 2022 Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: He venido a prender fuego en la tierra, y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y ¡cómo sufro hasta que se lleve a cabo! ¿Creen que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Porque de hoy en adelante, cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres. El padre contra su hijo y el hijo contra su padre; la madre contra su hija y la hija contra su madre; la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra” (Lucas 12, 49-53)
Estas palabras de Jesús parecen a primera vista contrarias a lo que otros pasajes de los Evangelios se nos dice acerca de su mensaje constructivo de amor y de paz. Por eso hay que tratar de entenderlas en el contexto en el cual nos las presentan los evangelistas: Lucas en el texto de este domingo y Mateo en un pasaje paralelo (10, 34-36). El contexto es la subida de Jesús con sus discípulos desde Galilea hacia Jerusalén, donde Él va a padecer y a morir en la cruz debido a que su mensaje es rechazado por quienes detentan el poder religioso y político en esta ciudad y en toda la nación judía. Por eso les advierte a sus discípulos que la aceptación de su mensaje implica la exigencia de estar dispuestos a seguir a su Maestro hasta las últimas consecuencias.
1. “He venido a prender fuego en la tierra”
La imagen del fuego que purifica al oro en el crisol aparece en varios textos bíblicos haciendo referencia al proceso de purificación que libera al metal precioso de la escoria, o sea de lo que no corresponde a su esencia. Jesús emplea este símbolo para indicar que su misión es liberar a todos los que quieran acoger su mensaje mediante una purificación de la escoria del pecado, o sea de todas las formas del egoísmo que le impiden al ser humano vivir en el amor de acuerdo con el plan creador de Dios y ser verdaderamente feliz.
Jesús ha venido a la tierra para realizar ese proceso de liberación, uno de cuyos símbolos es precisamente el fuego, que además de purificar es también energía que hace posible la luz y el calor para que se desarrolle y se renueve la vida. La liturgia expresa una petición muy significativa en este sentido: “Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.
2. “Tengo que pasar por un bautismo, y ¡cómo sufro hasta que se lleve a cabo!”
El verbo “bautizar”, proveniente del griego, indica originalmente el acto por el cual una persona se sumerge o es sumergida en el agua, con un sentido de purificación y renovación vital. Los símbolos unidos del fuego y el agua son empleados por los textos bíblicos del género llamado “apocalíptico”, es decir, el que se refiere a la revelación definitiva de Dios a la humanidad, para describir el juicio con el que será vencido el reino del pecado para instaurar el reino de Dios y construir así un mundo nuevo.
El Evangelio de hoy corresponde a este simbolismo. Jesús, el justo por excelencia que no necesita ser purificado, se somete sin embargo al juicio de Dios tomando sobre sus hombros la carga del pecado de toda la humanidad, para que ésta sea purificada y renovada en el crisol y en el torrente de su sacrificio redentor en la cruz. A esto se refiere concretamente Él cuando les anuncia a sus discípulos que ha venido a ser bautizado, es decir, sumergido en el torrente de su pasión y muerte de cruz, para luego resucitar en su naturaleza humana a una vida nueva, y así darnos la garantía de que también nuestra existencia tiene un horizonte de eternidad.
3. “¿Creen ustedes que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división”
Los profetas del Antiguo Testamento, como por ejemplo Jeremías, de cuyo libro está tomada la primera lectura de este domingo (38, 4-6. 8-10), solían generar en torno a ellos reacciones encontradas, divisiones y contradicciones. En este sentido, ellos fueron prefiguraciones de lo que iba ser el Mesías prometido en el cumplimiento de su misión profética. En el mismo Evangelio según san Lucas, del cual está tomado el texto correspondiente a este domingo, se cuenta que, cuando el niño Jesús fue presentado en el Templo de Jerusalén, un anciano llamado Simeón le dijo a María, su madre: “Mira, éste ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos en Israel, para ser signo de contradicción” (Lucas 2, 34).
Esto significa que unos acogerían su mensaje y otros lo rechazarían, produciéndose así una división que, como lo dice el propio Jesús, se daría incluso en el seno de las familias. En efecto, ya desde los inicios de la Iglesia fundada por Jesucristo, sus enseñanzas suscitaron enfrentamientos en un ambiente de persecución a la que se vieron sometidos los primeros cristianos, tanto por las autoridades religiosas del judaísmo de aquel tiempo como por las autoridades políticas del imperio romano, de modo que en no pocas familias hubo una división entre quienes se convirtieron a la fe cristiana y quienes permanecieron en el judaísmo o en el paganismo.
Pero el tema de la división no sólo corresponde a estos hechos iniciales, sino también al enfrentamiento, a menudo lleno de odio y de violencia, que a lo largo de la historia del cristianismo se ha venido dando entre las distintas interpretaciones y modalidades de expresión del mensaje de Cristo, tanto en el ámbito de las distintas confesiones cristianas, como también incluso dentro del propia Iglesia católica. Ante esta situación, la tarea que nos corresponde a todos es procurar vivir el mandamiento del amor mediante la aceptación constructiva de la diversidad y la pluralidad. Y en lugar de pelearnos quienes somos hijos de un mismo Creador, orientar más bien nuestras energías en la pelea contra el pecado, como nos invita a hacerlo la segunda lectura (Hebreos 12, 1-4). Que así sea, por la gracia de Dios y la intercesión de María.