Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora la Virgen María Por: Antonio José Sarmiento Nova, SJ Lecturas:
Apocalipsis 11: 19 a 12: 1-10
Salmo 44
1 Corintios 15: 20-26
Lucas 1: 39-56
En el mundo cristiano la figura de María, madre de Jesús, tiene papel central,[1] acreedora ella de inmenso afecto y devoción por parte de los creyentes, expresado en la diversidad de advocaciones con las que se honra esta centralidad. La tradición de la Iglesia ve en ella la mejor síntesis de los valores del Evangelio, del espíritu de las Bienaventuranzas, de la disposición incondicional para vivir en el Reino de Dios y su justicia, plena identificación con el proyecto de su Hijo Jesús, sentido profundo de la fraternidad, del talante de servicio y de comunidad, actitud al mismo tiempo de total densidad teologal y humana. No es una retórica piadosa la que anima este reconocimiento sino una conciencia total sobre ella como reflejo ideal del proyecto de Jesús.[2]
En nuestra condición humana la esperanza es una de las principales motivaciones, la hacemos concreta en nuestros ideales, proyectos, ilusiones, realidades en las que aterrizan nuestros anhelos de felicidad, de realización, de configuración constante y creciente de una mejor humanidad, individual y comunitaria. Esta es una tarea cotidiana en la que empeñamos nuestros mejores esfuerzos, pasión por una vida feliz, deseo legítimo de hacer del relato vital de cada persona una afirmación del sentido de la vida: “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón”. [3]
Cuando repasamos nuestras biografías lo podemos hacer en clave de esperanza, es la mejor lectura, a sabiendas de los tropiezos que se presentan en el camino de vivir, en cuanto que la precariedad y la fragilidad también hacen parte de nuestro equipaje. Cada tiempo de la historia tiene sus propias evidencias de plenitudes y fracasos, un mundo en el que los desarrollos de la ciencia y de la tecnología posibilitan incremento notable en la calidad de vida, lo mismo que el logro de la autonomía a través de las mediaciones sociales y políticas, las aplicaciones prácticas del respeto a los derechos humanos y las tareas de cada persona y grupo social ordenadas a la felicidad y al bienestar; todo esto mezclado dramáticamente con ese desorden del egoísmo que es dominar a sus semejantes, destituírlos de su condición de prójimos, atropellarlos, dominarlos, violentarlos, desconocer su dignidad.[4]
¿Qué pensar? ¿Qué decir? ¿Qué hacer? La tradición bíblica, principalmente a través de los profetas, nos presenta la manifestación de Dios como indignación de Él mismo ante las injusticias y depredaciones que unos seres humanos, a los que califica con adjetivos muy fuertes, cometen contra los débiles y oprimidos. La palabra profética es denuncia de esta pecaminosidad y anuncio de un Dios que es esperanza, sentido pleno de vida, acreditador de la justicia y de la dignidad de los condenados de la tierra.[5]
La esperanza es estructurante esencial y sustancial de la revelación cristiana.[6] El relato fundante de Jesús de Nazareth es la concreción histórica de la misma, su vida, su misión pública, su propuesta de las Bienaventuranzas, su opción preferencial por los más vulnerados de la historia, la entrega amorosa de su vida en la cruz, su Pascua de resurrección, constituyen la acreditación definitiva de Dios a sus opciones y conductas, reveladoras de su ser misericordioso. Jesús no es el inventor de una religión opresora sino el realizador de la vida definitiva que Dios comunica al ser humano.[7]
Esta solemnidad de la Asunción de María tiene en la esperanza su principio y definición. La primera lectura –del Apocalipsis– nos muestra las señales con las que Dios invita a esta actitud: “Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza. Estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz”.[8] En la simbología del Apocalipsis, texto caracterizado por sus ricas imágenes, la mujer es el pueblo de Dios, a quien se dirigen sus promesas. Todo el texto es una teología de la historia, presenta la realidad del mal a través de figuras que nos pueden parecer sobrecogedoras, ya sabemos que no se pueden tomar literalmente. El esfuerzo interpretativo nos lleva a captar la manifestación plena de Dios en la persona de Jesús como el garante de la superación del pecado, del mal, de la injusticia, de la muerte; la mujer gestante es la nueva humanidad que surge del plan de Dios; su presencia salvadora permanece en el tiempo, a pesar de las crisis y de las contradicciones.[9] María, asumida plenamente por Dios, es emblema del nuevo mundo que surge por la mediación de su Hijo.
Él es el Resucitado que destituye a la muerte de su modo destructor y desesperanzador, haciendo de su Pascua una participación vital a todos los humanos, expuestos de modo inevitable a la mortalidad. La Pascua de Jesús es la nueva vida de la humanidad: “Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo…”[10] María, al frente de los que son de Cristo, goza de la vida y de la gloria del Reino y celebra el fracaso del enemigo: muerte, pecado, injusticia.[11]
La religiosidad popular latinoamericana, que surge en los medios de los más pobres de nuestra sociedad, tiene en la espiritualidad mariana una de sus definiciones más auténticas: “…amor a María, ella y sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular, venerada como Madre Inmaculada de Dios y de los hombres, como Reina de nuestros distintos países y del continente entero”.[12] Es devoción sencilla, sin alambiques conceptuales, sincera y reveladora de la fina humanidad de nuestros campesinos y gentes del común.
El evangelio de Lucas relata el encuentro de las dos madres, María y su prima Isabel, es la continuidad y superación del Antiguo y del Nuevo Testamento, une teológicamente los relatos de la infancia de Juan el Bautista y de Jesús, es el Espíritu el que marca esta continuidad salvífica. El himno de María, conocido como el Magnificat, se inspira en el cántico de la profetisa Ana.[13] Manifiesta la esperanza de los últimos del mundo, la lógica de Dios que “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”[14]. Este himno es una aclamación teológica de la historia de Israel, en boca de María, testigo privilegiado de estos acontecimientos.
La Asunción de María no es un traslado físico, es un testimonio teológico, quiere decir que en ella Dios ha dignificado a todos los seres humanos, convirtiéndonos en plenos participantes de su obra salvadora y liberadora: “Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque Él miró con bondad la pequeñez de su servidora”.[15] Lo que los humanos desordenamos con el pecado y la injusticia, Dios lo rectifica con la nueva humanidad que se hace gozosa verdad en Jesús, el hijo de María. Ella vivió toda su existencia referida a Dios, principio y fundamento de su vida, indicando con esto que también nosotros tenemos esta misma vocación.[16]
María, la asumida por Dios, encarna todos los valores humanos y evangélicos que nos hablan de fraternidad y comunión, de libertad y de justicia, de solidaridad y de servicio, de humildad y de negativa a la malignidad de los poderes mundanos. Nos invita a vivir un encuentro permanente con el Dios de la vida y con el prójimo, señales de ese reino que es alternativa para una existencia saturada de esperanza: “Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que le aman… Colmó de bienes a los hambrientos, y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia por siempre”.[17]
[1] PABLO VI. Marialis Cultus Exhortación para la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen María, 2 de febrero de 1974; Encíclica Christi Matri, 15 de septiembre de 1966; Signum Magnum Exhortación Apostólica sobre el culto que ha de tributarse a María, madre de la Iglesia y modelo de virtudes, 13 de mayo de 1967. JUAN PABLO II. Redemptoris Mater, Encíclica sobre el papel de la Virgen María en la vida de la Iglesia, 25 de marzo de 1987. CONCILIO VATICANO II. Capítulo VIII de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, La Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia, 21 de noviembre de 1964. BENEDICTO XVI. Homilía en la solemnidad de la Asunción de la Virgen María, Castelgandolfo, 15 de agosto de 2010. María, ejemplo de caridad, en la encíclica Deus Caritas est, 25 de diciembre de 2005, numerales 40-42. En la escuela de María, discurso a los religiosos, seminaristas y movimientos eclesiales, Czestochowa, Polonia, 6 de mayo de 2006. FRANCISCO. El ser de la Virgen María, alocución en la basílica romana Santa María Maggiore, 4 de mayo de 2013. Homilía en la fiesta de María, Madre de la Iglesia, 20 de mayo 2018. .
[2] MADUEÑO, Manuel. Siguiendo a Jesús, hijo de María. En https://www.espiritualidad.marianistas.org/wp-content/uploads/2014/07/SiguiendoaJesus:hijodeMaria.pdf
[3] CONCILIO VATICANO II. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno, número 1.
[4] MARÍAS, Julián. La felicidad humana. Alianza Editorial. Madrid, 1987. MARGOT, Jean Paul. La felicidad. En revista Praxis Filosófica número 25 julio-diciembre 2007, páginas 55-79. Universidad del Valle. Cali, Colombia. ESTRADA DIAZ, Juan Antonio. El sufrimiento: silencio o ausencia de Dios? En Revista Iberoamericana de Teología volumen 9 número 17 julio-diciembre 2013, páginas 55-85. Universidad Iberoamericana México D.F. Departamento de Ciencias Religiosas. BOFF, Leonardo. Pasión de Cristo, pasión del mundo. Sal Terrae. Santander, 1980. ELLACURIA, Ignacio. El pueblo crucificado en Mysterium Liberationis conceptos fundamentales de teología, volumen 1, bajo la dirección de Ignacio ELLACURIA y Jon Sobrino. UCA Editores. San Salvador, 1990.
[5] SEVILLA JIMÉNEZ, Cristóbal. La misericordia divina en tiempos de desierto: lectura canónica del profeta Oseas. En Revista Salmanticensis número 61, año 2014, páginas 55-90. Facultad de Teología. Universidad Pontificia de Salamanca. TORREBLANCA, Jorge. Profetas, textos y relecturas. En https://www.redalyc.org/pdf/259/25900203.pdf
[6] MOLTMANN, Jürgen. Teología de la esperanza. Sígueme. Salamanca, 2006.
[7] SOBRINO, Jon. Jesucristo Liberador. Trotta. Madrid, 1993; El Principio misericordia. UCA Editores. San Salvador, 2012.
[8] Apocalipsis 12: 1-2
[9] ARENS, Eduardo & DIAZ MATEOS, Manuel. Apocalipsis, la fuerza de la esperanza. CEP. Lima, 2000. PIKAZA, Xabier. Apocalipsis. Verbo Divino. Estella, 1999. GAITAN BRICEÑO, Tarsicio & JAILLIER CASTRILLON, Catherine. Apocalipsis: fe y resistencia. En revista Cuestiones Teológicas volumen 41 número 95 enero.junio 2014, páginas 97-131. Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín; Facultad de Teología. BOROS, Ladislaus. Dios, futuro del hombre. Herder. Barcelona, 1980.
[10] 1 Corintios 15: 20-22
[11] BOFF, Leonardo. El rostro materno de Dios: ensayo interdisciplinar sobre lo femenino y sus formas religiosas. San Pablo. Madrid, 1982.
[12] III Conferencia General del Episcopado de América Latina. Puebla de los Angeles, México; enero 27 a febrero 13 de 1979. Documento conclusivo, numeral 454.
[13] 1 Samuel 2: 1-18
[14] Lucas 1: 52
[15] Lucas 1: 46-48
[16] FORTE, Bruno. María, la mujer ícono del misterio. Sígueme. Salamanca, 2001.
[17] Lucas 1: 50 y 53.55.