Dos pilares De la Iglesia

El mensaje del domingo

San Pedro y San Pablo, Apóstoles

 Lecturas: Hechos de los Apóstoles 12, 1-11; 2 Timoteo 4, 6-8.17-18; Mateo 16, 13-19 

Hoy la liturgia católica conmemora a dos santos que marcaron significativamente los comienzos del cristianismo: San Pedro y San Pablo. Esta fecha acontece precisamente poco después de la solemnidad de Pentecostés, que evoca el nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. 

 1. Convertidos, apóstoles y mártires 

Simón, un sencillo pescador de Betsaida, Galilea -al norte de Israel-, formó parte de los primeros doce apóstoles. El nuevo nombre que le dio Jesús –Pedro– significa piedra y denota la misión que le confió: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mateo 16, 3-19), y que le confirmó al aparecerse resucitado y preguntarle tres veces si lo amaba, después de haberlo negado tres veces, dándole la oportunidad de manifestar su conversión ante los otros discípulos (Juan 21,15-19). Pedro siguió el llamado a regir la primera comunidad cristiana y proclamar el Evangelio, no sólo a los judíos, sino también a los paganos (Hechos de los Apóstoles 10,1-48). Fue perseguido, como lo relata la primera lectura (Hechos 12,1-11), y finalmente sufrió el martirio. Fue crucificado en Roma con la cabeza hacia abajo, por petición suya y en señal de humildad, durante la persecución de Nerón en el año 67, en la colina del Vaticano donde se venera su tumba, sobre la cual está edificada la Basílica dedicada a su nombre. Es representado sosteniendo unas llaves para evocar lo que le dijo Jesús: “A ti te daré las llaves del reino de los cielos”. 

Saulo, nacido en Tarso de Cilicia -en la actual Turquía-, judío y perseguidor de los cristianos, se convirtió a Jesús a partir de su experiencia narrada en los Hechos de los Apóstoles (9,1-19), evocada también por él mismo en uno de sus discursos (Hechos 26,4-20) y en sus cartas (1 Corintios 15,8-9; Gálatas 1,13-16), cuando Cristo resucitado le dijo: “Saulo, ¿por qué me persigues?”. Cambió este nombre hebreo por el de Paulo, que en griego y latín significa “pequeño”, queriendo así expresar su humildad: “Yo soy menos que el más pequeño de todos los que pertenecen al pueblo santo; pero Él (Dios) me ha concedido este privilegio de anunciar a los no judíos la buena noticia” (Efesios 3,8). Aunque no formó parte de los doce apóstoles iniciales, es reconocido y se presenta con este título en varias de sus cartas. Fue perseguido y ultrajado varias veces por causa de su fe, y tal como él mismo lo anuncia en la segunda lectura (2 Timoteo 4, 6-8.17-18), decapitado en Roma entre los años 58 y 67, también por orden de Nerón. Su tumba está en la Basílica de San Pablo Extramuros. La espada y el libro con que se lo representa simbolizan su martirio y sus enseñanzas: la espada fue el instrumento de su decapitación, y el libro evoca sus epístolas o cartas que escribió a las primeras comunidades cristianas y que forman parte del Nuevo Testamento. 

2.- “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?” 

Esta pregunta de Jesús a sus primeros discípulos también se dirige a nosotros. Hoy se dicen muchas cosas acerca de Jesús de Nazaret: que fue uno de los más grandes personajes de la historia, una “superestrella”, un líder revolucionario, afirman unos; otros replican que fue un simple hombre magnificado por sus discípulos; y no faltan quienes arguyen que nunca existió y que su figura es una invención de quienes iniciaron el cristianismo. De todos modos, la cuestión sobre Jesucristo sigue vigente después de veinte siglos y nos interpela a nosotros, como sucedió con sus primeros discípulos. 

La respuesta de Pedro –Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mateo 16, 16)- y la afirmación Pablo –es Cristo quien vive en mí, y la vida que ahora vivo en el cuerpo la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí (Gálatas 2,20)-, nos invitan a reconocer en Jesús al Hijo de Dios, a Dios hecho hombre, al Ungido (que es lo que significa en hebreo “Mesías” y en griego “Cristo”) para realizar la misión de liberar al ser humano de cuanto le impide ser feliz y hacer presente en la historia humana el Reino de Dios, un reino universal de justicia, de amor y de paz. Un detalle de especial significación es el adjetivo que sigue al título de “Hijo de Dios” en la respuesta de Pedro: es el Hijo de Dios “vivo”, a diferencia de los ídolos, que son inertes. Tal afirmación alcanzaría su plena realización cuando Jesús, después de su muerte en la cruz y en virtud de su resurrección, fuera reconocido por sus discípulos como el Cristo -el Mesías- presente en su Iglesia, es decir, en la comunidad de los creyentes en Él, con una vida nueva por la acción del Espíritu Santo. 

San Ignacio de Loyola (1491-1556), en sus Ejercicios Espirituales, propone pedir “conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para más y amarlo y seguirlo”. Este conocimiento interno consiste en una vivencia profunda de la persona de Jesús: se trata de asimilar lo que Él significa para mí, de modo que vaya asemejándome cada día más y mejor a Él. 

3.- “Edificaré mi Iglesia” 

La palabra “Iglesia” aparece 115 veces en el Nuevo Testamento. Proviene del verbo griego ek-kalein -convocar- y designa a la comunidad de los creyentes en Jesucristo, “ekklesía”, es decir convocada por Él para colaborar en la instauración del reino de Dios. La ciudad de Cesarea de Filipo, donde se ubica el relato del Evangelio, estaba edificada sobre una roca, lo cual da a entender por qué Jesús usó esta imagen simbólica. Él iba a ser reconocido como la “piedra angular” por el propio Pedro (Hechos 4, 1), de modo que, si Jesús llama a Simón con el nombre este nombre (piedra o roca), lo que le está diciendo es que su misión es la de ser su máximo representante como fundamento de la Iglesia. Y, además, la 1ª Carta de Pedro (2,4-10), describe a los creyentes como “piedras vivas” con las que se va construyendo un templo espiritual, con Jesucristo como la “piedra principal”. Esta metáfora indica que cada creyente tiene un papel en la edificación de la Iglesia, estando todos unidos a Cristo. 

La Iglesia Católica realiza anualmente, con motivo de la fiesta de San Pedro y San Pablo, una colecta voluntaria en todas las parroquias llamada el “Óbolo -o donativo- de San Pedro”, destinada a contribuir a las necesidades y obras apostólicas de la Santa Sede. Renovemos hoy nuestra profesión de fe en Jesucristo, que nos reúne en la comunidad de fe que Él llamó su Iglesia, y reafirmemos nuestra adhesión a ella regida por el sucesor de Pedro y por los demás obispos, sucesores de los apóstoles, pidiéndole al Señor, por intercesión de San Pedro y San Pablo, que les dé la sabiduría y la fidelidad necesarias para cumplir la misión que les ha confiado. 

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