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Febrero 20: Hagan ustedes con los demás como quieren que los demás hagan con ustedes

VII Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo C – Febrero 20 de 2022 Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ En aquel tiempo Jesús dijo a sus discípulos: “A ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los insultan. Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu camisa. A cualquiera que te pida algo, dáselo, y al que te quite lo que es tuyo, no se lo reclames. Hagan ustedes con los demás como quieren que los demás hagan con ustedes. Si ustedes aman solamente a quienes los aman a ustedes, ¿qué hacen de extraordinario? Hasta los pecadores se portan así. Y si hacen bien solamente a quienes les hacen bien a ustedes, ¿qué tiene eso de extraordinario? También los pecadores se portan así. Y si dan prestado sólo a aquellos de quienes piensan recibir algo, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores se prestan unos a otros, esperando recibir unos de otros. Ustedes deben amar a sus enemigos, y hacer el bien, y dar prestado sin esperar nada a cambio. Así será grande su recompensa, y ustedes serán hijos del Dios altísimo, que es también bondadoso con los desagradecidos y los malos. Sean ustedes misericordiosos, como también su Padre es misericordioso. No juzguen a otros, y Dios no los juzgará a ustedes. No condenen a otros, y Dios no los condenará a ustedes. Perdonen, y Dios los perdonará. Den a otros, y Dios les dará a ustedes. Les dará en su bolsa una medida buena, apretada, sacudida y repleta. La misma medida con que ustedes den a otros, será empleada con ustedes” (Lucas 6, 27-38).
 
1. De la “Regla de Plata” a la “Regla de Oro” de las relaciones humanas
Cuando Jesús dijo “Hagan ustedes con los demás como quieren que los demás hagan con ustedes”, ¿estaba enseñando algo nuevo? De hecho, desde mucho antes existían expresiones como estas:

A Pitaco de Mitilene (650-570 a.C.), uno de los “siete sabios” de Grecia anteriores a Sócrates, se le atribuye esta frase: “No hagas a tu vecino lo que no pudieras sufrir tú mismo”.
Del sabio chino Confucio (551-479 a.C.), según los escritos compilados con el título “Analecta”, proviene otra frase similar: “Lo que no deseas que otros te hagan a ti, no lo hagas a los demás”.
El budismo, cuyos orígenes datan del siglo V a.C., plantea en el Udana Varga una máxima similar: No dañes a otros con lo que pudiera dolerte a ti mismo.
En el libro Mahabharata (siglo IV a.C.), el hinduismo proclama: Esta es la suma del deber: no hagas nada a otros que, si te lo hicieran a ti, te pudiera causar dolor.
Las tradiciones judías del Talmud enseñan: Lo que es odioso para ti, no lo hagas a tu prójimo. Esta es toda la ley; el resto es comentario. Y así en el Antiguo Testamento el libro de Tobías hacia el siglo II a.C. dice: Lo que no quieras que te hagan, no se lo hagas a los demás (4,15).

Pero lo que Jesús enseña va más allá de lo que esas antiguas frases manifestaban y que corresponden a lo que suele denominarse la “Regla de Plata” de las relaciones humanas. Todas ellas se referían a no hacer el mal; en cambio la doctrina de Jesús invita a hacer el bien, en positivo, como lo diría siete siglos después en el Corán la religión musulmana.: “Ninguno de ustedes es creyente hasta que desea para su hermano lo que desea para sí mismo”. Más aún, Jesús nos invita a hacer el bien con generosidad, sin esperar recompensa. Por eso a la formulada por Él en el Evangelio podemos darle el nombre de “Regla de Oro”.
Y si bien en el Antiguo Testamento se dice “ama a tu prójimo como a ti mismo” y “no hagan sufrir al extranjero que viva entre ustedes, trátenlo como a uno de ustedes, ámenlo, pues es como uno de ustedes, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto” (Levítico 19, 18.33-34), estas prescripciones no se referían propiamente a los enemigos o a quienes han causado ofensas. Pero Jesús nos invita a amar precisamente a los que nos han ofendido, y por eso mismo nos enseña a orar diciendo “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Y da ejemplo de ello pidiendo por quienes lo están crucificando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34).
 
2. Misericordiosos como Dios Padre 
El término misericordia proviene de los vocablos latinos miser (miserable, desdichado) y cor (corazón), significando la capacidad de sentir de corazón la miseria o desdicha de alguien. Tiene que ver así con la compasión (com-padecer es padecer conjuntamente con otro u otros), pero explicitando que esa actitud se dirige específicamente a quienes experimentan la desdicha o la desgracia. Con el término misericordes (misericordiosos) traduce la versión latina de la Biblia lo que en la original griega es la palabra oiktirmones.
El Evangelio según san Mateo (5, 48) evoca en el Sermón de la Montaña una frase con la que Jesús culmina su exhortación a amar a los enemigos y orar por ellos: Sean ustedes perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto. Lucas, en el pasaje evangélico de este domingo, termina la misma exhortación con la frase de Jesús “sean ustedes misericordiosos, como su Padre es misericordioso”. Esto quiere decir entonces que la perfección de Dios es justamente su misericordia, y es a esa misma perfección de Dios, que es Amor, como lo diría luego el apóstol y evangelista Juan en su primera carta (1 Jn 4, 8-16), a la que nos invita Jesús, no sólo de palabra, sino con su propio ejemplo y dejando a sus discípulos como testamento el mandamiento nuevo del Amor: “como yo los he amado”. Él es, como dijo el papa Francisco al anunciar para 1916 el Año Jubilar de la Misericordia, “el rostro de la misericordia del Padre” (Misericordiae Vultus, No. 1).
 
3. Con la misma medida que usemos para los demás seremos tratados por Dios
Termina el pasaje del Evangelio con la frase “la misma medida con que ustedes den a otros, será empleada con ustedes”. Es una referencia a lo que realmente cuenta para Dios en nuestro comportamiento. Y en este mismo sentido, es el criterio con el cual será definido nuestro destino eterno. En el Evangelio según san Mateo (25, 31-46), la parábola del juicio final tiene como centro este mismo criterio: todo lo que hayamos hecho o dejado de hacer a los demás, lo habremos hecho o dejado de hacer al mismo Dios. Tal es el sentido de lo que nos dice Jesús: en la medida en que demos, recibiremos, pues, como diría siglos después San Juan de la Cruz (1542-1591), “al atardecer de nuestra vida, seremos examinados en el amor”.
Pidámosle pues a Jesús, invocando para ello la intercesión de María santísima, que nos llene del Espíritu Santo para que podamos seguirlo de verdad llevando a la práctica sus enseñanzas, que como Él mismo nos lo dijo y nos dio ejemplo de ello con la entrega de su propia vida, se compendian en el amor misericordioso, sin límites ni fronteras. Así sea.

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