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Febrero 20: Sed misericordiosos como vuestro Padre

Lucas 6:27-38, domingo, febrero 20 de 2022 Por: Luis Javier Palacio, SJ  El tono de Jesús en el Evangelio de Lucas es de perdón y misericordia. La parábola del Padre misericordioso (hijo pródigo o dos hermanos) y la del buen Samaritano son dos joyas de la literatura religiosa que inmortalizan tales ideas. De ahí que resulte comprensible que el mandato de Jesús a sus seguidores sea “sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”. Esto en contraste con el mandato en el Antiguo Testamento: “Sed santos como Yahvéh es santo” e igualmente con la formulación en el Evangelio de Mateo: “Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5:48). La misericordia, en hebreo rachamin –derivada de rachem o seno materno–, es una buena expresión de lo que de una u otra forma ha aparecido a lo largo de la historia (especialmente en la figura de María) como la dimensión femenina de Dios. Buena parte de lo que el Evangelio de hoy postula como distintivo del creyente, lo experimentamos en el amor sacrificial materno, a menudo difícil de entender lógicamente. Tenemos advocaciones como la Virgen de la Ternura (Eleusa en Oriente), refugio de los pecadores y otras. Incluso existe una representación de María como la “Señora de los picaros”, como aquella que se pone del lado de fracasados y pecadores, de ladrones y adúlteros. Es la imagen de la misericordia que a todos se extiende mientras vivan. En el mismo Antiguo Testamento ya sentían los profetas que la elección de Israel como pueblo de Yahvéh no podía justificarse por los méritos del pueblo sino por el amor misericordioso de Yahvéh. Este es descrito por el profeta Oseas como una madre que sufre los dolores del parto: “ Dentro de m í, el corazón me da vuelcos, y se me conmueven las entrañas”. (Os 11:8). Incluso llegan a decir algunos rabinos que la divinidad tenía como nombre Elohim cuando significaba la justicia y Yahvéh cuando significaba la misericordia. Así, en la tercera auto-definición que Yahvéh da a Moisés, grita: “Yahvé, Yahvé; Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fiel, que mantiene su gracia por mil generaciones” (Ex 34:6).
Con Jesús aparece aún más claro el triunfo de la misericordia, pues no ha venido a buscar a los justos sino a los pecadores; no viene a buscar los sanos sino los enfermos. Si Yahvéh fuera justicia, entendida universalmente como la entendían los romanos[1], tendría que acabar con todo el pueblo judío quizás sin excepción. El mismo rey David debía morir por el asesinato de Urías y el adulterio con Betsabé. Decía Graciano, compilador del derecho canónico, que la regla de oro ­–tratar a otro como se desea ser tratado– era la quintaesencia del derecho natural. Pero la misericordia no se rige por tal regla. En una expresión un tanto irónica de George Bernard Shaw: “No trates a otros como te gustaría que te trataran a ti. Es posible que su gusto no coincida con el tuyo”. ¿Querría el juez que el reo lo juzgara como ha sido juzgado él? Como lo expresa el salmista: “N o nos trata seg ún nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas” (Sal 103:10). En la antigüedad, al igual que hoy, el perdón o indulto era virtud de los poderosos y sometido a su capricho. Suponía soberanía vertical de arriba hacia abajo; un acto más de poder. Pero Jesús procede de una manera diferente. Se abaja por debajo del caído para levantarlo. Así lo expresa Pablo: “ Al que no cometi ó pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Co 5:21). La justicia de Dios es la misericordia. Así, la justicia divina que se revela en Jesucristo no es una justicia condenadora y castigadora, sino una justicia que justifica, que nos hace justos. Corresponde con el sueño de rehabilitar al delincuente, no de castigarlo.
El amor a los enemigos se ha considerado como una de las consignas más duras del cristianismo y a la que más esguinces hemos hecho a lo largo de la historia. Siempre buscamos justificar la violencia propia. Ha resultado difícil a los cristianos individuales, a las instituciones y a los Estados. Por supuesto, también a las diferentes confesiones cristianas. Es el caso de las persecuciones a musulmanes, judíos, herejes, cismáticos, excomulgados, reformadores, críticos, etcétera. Las guerras de religión han sido una mancha quizás en todas las religiones. Aún hoy escuchamos llamados bélicos a nombre de Dios, de la fe, de algunos principios religiosos. El texto del Evangelio de hoy nos resulta acusador. “A mad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperanza de remuneración, y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bondadoso para con los ingratos y los malos”. En la época de Jesús los esenios (grupo judío) predicaban que debíamos amar lo que Yahvéh amaba pero igualmente odiar lo que Yahvéh odiaba. El libro de la Sabiduría (de influjo griego) postulaba un principio diferente: “ Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habr ías hecho” (Sab 11:24). Principio que poco se aplicaba a los enfermos considerados castigados por Yahvéh o endemoniados. En la predicación de Jesús del reinado de Dios, no hay propiamente personas o individuos que sean enemigos pues a estos se les ofrece la conversión, pero sí hay estructuras que impiden o dificultan la construcción de dicho reinado. Eran las estructuras políticas, económicas e incluso religiosas que toleraban y facilitaban la explotación de campesinos con sus pesados tributos o de esclavos urbanos y rurales que trabajaban a la fuerza. Esclavitud que, al sufrirla los judíos en Egipto, da origen a toda la reflexión teológica de la Biblia. “ Dijo Yahveh: Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos” (Ex 3:7). Yahvéh es el Dios que no tolera las desigualdades. El Antiguo Testamento las representa con el desamparo de la viuda, el huérfano y el extranjero; a quienes precisamente debían tratarse con misericordia en todos los campos. “ Id, pues, a aprender qu é significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9:13). Lógicamente que el judaísmo hablaba también de ira divina, lo cual parece contrario a la misericordia y a la petición de Jesús en el Evangelio de hoy, que muestra un Dios bondadoso para con los ingratos y los malos. “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados”. Los rabinos resolvían la contradicción afirmando la ira divina de Yahvéh para negarla al ser humano. La ira de de Yahvéh no se disociaba de su justicia esencial. Aún un Yahvéh airado continuaba cuidando misericordiosamente el mundo. Es misericordioso con el penitente, lo cual salva a David de la muerte. Da buenas cosas a los pecadores. El nuevo camino abierto por Jesús es a la misericordia, más que la santidad (atribuida a los sumos sacerdotes del Templo de Jerusalén) o a la perfección (más propia del pensamiento filosófico griego). “P ara que se áis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5:45) . El principio que resume toda la ética cristiana queda bien expresado en “sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” que supone amar sacrificialmente (ágape) sin calcular costos. Es lo que expresa el himno al amor, la caridad, la ágape de Pablo en el capítulo 13 de la primera carta a los corintios. Esto es más que mera filantropía, es un estilo de vida que sólo puede lograrse abriéndose a la gracia de Dios pues excede la capacidad humana ordinaria del hombre que es regida por sus afectos. Implica desear y buscar el bien del otro aún por encima del propio bien, lo cual va a contracorriente de las tendencias naturales y consejos de este mundo.
 
[1] La definición de justicia de Justiniano era: “Dar a cada quien lo suyo”, aceptando el status quo como lo justo. Tal justicia lo mantiene.

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