XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo C – Julio 3 de 2022 Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ En aquel tiempo el Señor escogió también a otros setenta y dos, y los mandó de dos en dos delante de él, a todos los pueblos y lugares a donde tenía que ir. Les dijo: –Ciertamente la cosecha es mucha, pero los trabajadores son pocos. Por eso, pidan ustedes al dueño de la cosecha que mande trabajadores a recogerla. Vayan ustedes; miren que los envío como corderos en medio de lobos. No lleven dinero ni provisiones ni sandalias; y no se detengan a saludar a nadie en el camino. Cuando entren en una casa, saluden primero, diciendo: “Paz a esta casa.” Y si allí hay gente de paz, su deseo de paz se cumplirá; pero si no, ustedes nada perderán. Quédense en la misma casa, y coman y beban de lo que ellos tengan, pues el trabajador tiene derecho a su paga. No anden de casa en casa. Al llegar a un pueblo donde los reciban, coman lo que les sirvan; sanen a los enfermos que haya allí, y díganles: “El reino de Dios ya está cerca de ustedes.” Pero si llegan a un pueblo y no los reciben, salgan a las calles diciendo: “¡Hasta el polvo de su pueblo, que se ha pegado a nuestros pies, lo sacudimos como protesta contra ustedes! Pero sepan esto, que el reino de Dios ya está cerca de ustedes.” Les digo que en aquel día el castigo para ese pueblo será peor que para la gente de Sodoma. Los setenta y dos regresaron muy contentos, diciendo: –¡Señor, hasta los demonios nos obedecen en tu nombre! Jesús les dijo: –Sí, pues yo vi que Satanás caía del cielo como un rayo. Yo les he dado poder a ustedes para caminar sobre serpientes y alacranes, y para vencer toda la fuerza del enemigo, sin sufrir ningún daño. Pero no se alegren de que los espíritus los obedezcan, sino de que sus nombres ya están escritos en el cielo (Lucas 10, 1-12.17-20).
En este relato vemos cómo Jesús envía ya no sólo a los doce primeros llamados “apóstoles”, sino a muchos más discípulos. El número evoca simbólicamente a los 72 hombres que en el Antiguo Testamento habían sido hechos partícipes del Espíritu de Dios comunicado a Moisés (Números 11,25). Y los envía de dos en dos, no sólo para que se acompañen, sino además siguiendo la norma según la cual, para que un testimonio sea válido, deben darlo por lo menos dos testigos. Apliquemos a nuestra situación actual lo que nos dicen hoy el Evangelio y las lecturas de Isaías 66, 10-14 y Gálatas 6, 14-18.
1. “La cosecha es abundante, pero los obreros son pocos”
Los campos sembrados de trigo en la región le sirven de imagen a Jesús para referirse a la tarea que va a encomendarles a quienes enviará a anunciar el reino de Dios, es decir, el poder del Amor, a partir de una labor de siembra que Él mismo ha iniciado con su Palabra. Hay que recoger la cosecha, pero faltan trabajadores dispuestos a hacerlo y por eso Jesús exhorta a sus discípulos a pedirle a Dios Padre -el dueño del campo- que envíe los que sean necesarios para llevar a cabo esa labor
Pidan al dueño de la cosecha que mande obreros a recogerla, nos dice el Señor también hoy a nosotros. La invitación es a que oremos por las vocaciones de colaboradores que anuncien y den testimonio del reino de Dios, es decir, del poder del Amor que es Dios mismo, promoviendo la instauración de una sociedad en la que se realicen las enseñanzas de Jesús. Ahora bien, todos los bautizados, y con mayor razón si somos confirmados como seguidores suyos, podemos considerarnos también escogidos y enviados para anunciar el reino de Dios.
2. “Yo los envío como corderos en medio de lobos”
Estas palabras podemos considerarlas asimismo como dichas a nosotros aquí y ahora, en un contexto en el que la deshonestidad, la corrupción y la violencia en todas sus formas, se constituyen para muchos en motivos de pesimismo paralizador.
Sin embargo, a pesar de todas esas circunstancias adversas, en virtud de nuestra fe y con la energía del Espíritu Santo, somos invitados, por una parte, a poner toda nuestra confianza en Dios al emprender la tarea de anunciar su reino de justicia y de amor, sabiendo que sólo con su poder somos capaces de vencer las fuerzas del mal; y por otra, a comportarnos siempre como corderos, a imagen y semejanza del mismo Jesús, a quien reconocemos como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
3. Cuando entren en una casa, saluden primero, diciendo: “paz”
La palabra shalom (paz), que es el saludo hebreo, expresa el deseo del pleno bienestar para las personas a quienes se saluda. A esta expresión quiso darle Jesús un contenido muy especial, y así lo percibieron sus discípulos sobre todo después de su resurrección.
El tema de la paz aparece constantemente en los profetas como una promesa que realizará el significado del nombre de Jerusalén (Yeru-Shalaim: Ciudad de Paz). Ahora bien, el cumplimiento de esta promesa implica la superación de muchas dificultades. La frase yo haré correr hacia Jerusalén, como un río la paz, dicha por Dios en el libro de Isaías (primera lectura), supone nada menos que la subida de un río desde la llanura hacia el monte Sion donde está la ciudad, algo humanamente imposible en una época en la que no existían las motobombas. Esto parece significar que, aunque el logro de la paz no es fácil e incluso hasta puede parecer ilusorio, para Dios es posible. Pero esa posibilidad depende también de nuestra colaboración. A quienes nos llamamos cristianos -y lo somos todos los bautizados en Cristo-, optar por la paz nos exige que nos identifiquemos con Jesucristo crucificado, como dice san Pablo en la segunda lectura: “De nada quiero gloriarme sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo (…) Reciban paz y misericordia todos los que viven según esta regla”. Esta regla, norma o criterio es precisamente la que nos enseñó Jesús con su ejemplo: el Amor hasta el extremo, hasta dar la vida.
El rito de darnos la paz en la Eucaristía tiene este sentido. Todos estamos invitados a colaborar en la realización de las condiciones que hagan posible la paz. Sólo si nos esforzamos en realizar esta invitación identificándonos con Jesucristo crucificado, el Cordero de Dios que cargó sobre sí los pecados del mundo, podremos estar alegres, no porque hayamos vencido nosotros las fuerzas del mal, pues únicamente el poder de Dios es capaz de derrotarlas, sino porque, como dice al final Jesús en el Evangelio, nuestros nombres estarán escritos en el cielo, es decir, porque podremos participar plenamente del triunfo y de la gloria de Cristo resucitado. Así sea.