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Julio 4: La terquedad, una mala consejera

Tiempo ordinario – domingo XIV B
(4-julio-2021) Por:  Jorge Humberto Peláez, SJ
jpelaez@javeriana.edu.co Lecturas:

Profeta Ezequiel 2, 2-5
II Carta de san Pablo a los Corintios 12, 7b-10
Marcos 6, 1-6

Las lecturas de este domingo nos invitan a reflexionar sobre un rasgo bastante frecuente entre los seres humanos, como es la terquedad. Según el diccionario de la Real Academia, la terquedad es “la porfía o disputa obstinada”. En palabras coloquiales, es aquella característica que nos lleva a insistir en nuestro punto de vista, a pesar de los argumentos en contra de nuestra posición. Es un bloqueo de la mente que nos impide ver con objetividad la realidad y escuchar conceptos diferentes. Sólo vemos lo que queremos ver y escuchar lo que nos confirma en nuestro punto de vista.
¿Por qué llegamos a este extremo? ¿Cómo explicar la obstinación que nos paraliza? Las causas pueden ser diversas: El orgullo tiene un protagonismo importante, pues nos sentimos poseedores de la verdad. En otros casos, la obstinación es resultado de la ignorancia; nos atrincheramos en lo que consideramos nuestra verdad y no nos movemos de allí. Los prejuicios ideológicos son factores muy importantes, ya que nos hacen leer la realidad de una determinada manera y no aceptamos que sean posibles otras interpretaciones. Y también la timidez puede condicionarnos; hay personas que tienen dificultad para entrar a argumentar y se refugian en una determinada posición.
Después de estas consideraciones introductorias, vayamos a las lecturas bíblicas que nos propone la liturgia de este domingo. Empecemos por el texto del profeta Ezequiel: “Te envío a los israelitas, pueblo desobediente que se ha rebelado contra mí. Hasta hoy mismo me han ofendido ellos y sus padres. Y no menos tercos y de cabeza dura son sus hijos. Te envío, pues, a que les digas lo que yo, el Señor, te comunique”.
Cuando leemos los libros del Antiguo Testamento, quedamos sorprendidos ante el fuerte contraste entre la fidelidad de Yahvé a la Alianza y la infidelidad del pueblo. Son infinitas las manifestaciones del amor de Dios con su pueblo: la alianza establecida con Abrahán y sus descendientes, la liberación de la esclavitud de Egipto, los Diez Mandamientos, la tierra prometida, etc. A pesar de esta larga lista de privilegios y bendiciones, en repetidas ocasiones el pueblo regresó a la idolatría, dio la espalda a los mandamientos, introdujo prácticas abominables, y atropelló la justicia y el derecho.
Con paciencia infinita, Dios amonestó al pueblo y envió a los profetas para que lo llamaran a la conversión. Fue tal la terquedad del pueblo, que Dios tuvo que hacer uso de una medida extrema, como fue la cautividad de Babilonia, un durísimo proceso de reflexión y purificación.
Después de estas reflexiones inspiradas en el texto del profeta Ezequiel, meditemos en el texto que nos propone el evangelista Marcos, quien nos relata la visita realizada por Jesús al pueblo en el que pasó los primeros años de su vida, Nazaret. Era el reencuentro con sus familiares y con los amigos de la infancia. ¿Cómo lo recibieron? El texto nos testimonia sentimientos y reacciones contrastantes:

Por una parte, los vecinos expresaron admiración: “Muchos, al oírlo, quedaron asombrados y decían: ¿De dónde habrá sacado este hombre todo esto? ¿Quién le habrá dado tanta sabiduría y semejante poder como tiene en las manos?”.
Pero, inmediatamente después de expresar admiración, manifestaban dudas y resistencias: “¿No es este el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿No viven sus hermanas aquí con nosotros?”

Estas dudas sobre Jesús les impiden abrirse a su anuncio de salvación: “Y no podían creer en Él. Jesús, entonces, les dijo: Solo en su tierra, entre sus parientes y en su propia casa se queda sin honores un profeta. Y no pudo mostrar allí su poder, fuera de curar a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y le extrañaba la falta de fe de aquella gente”.
Estos sentimientos de los vecinos de Nazaret también los hemos experimentado nosotros. ¡Cómo nos cuesta reconocer los méritos de aquellas personas que nos son cercanas! Mientras los extraños las ponderan y alaban, en nuestro interior les negamos ese reconocimiento, y pensamos: Si los conocieran… Ciertamente, los prejuicios nos bloquean y nos impiden reconocer con objetividad las fortalezas y debilidades de los seres humanos. Tendemos a amplificar los defectos y minusvalorar las cualidades. Por eso es tan pertinente esta meditación sobre la terquedad, pues da un sesgo a nuestros juicios.
La terquedad es una mala consejera en el momento de decidir. El daño causado por la terquedad dependerá del número de personas afectadas por nuestras decisiones; pensemos en el daño causado a los individuos, así como en el daño causado a miles y millones de seres humanos, como sucede en las guerras. 
La terquedad envenena las relaciones de pareja, pues cada uno absolutiza su posición, se siente víctima y dificulta el camino de la reconciliación. La terquedad radicaliza los conflictos sociales, pues cada colectivo se encarga de trazar líneas rojas y formular inamovibles que hacen imposible una negociación. La terquedad enceguece a los dirigentes políticos impidiéndoles ver, en su complejidad, los procesos sociales, y los hace sordos a los justos reclamos populares.
Que esta meditación dominical sobre estos dos relatos bíblicos suscite en nosotros una reflexión honesta que nos permita identificar nuestras rigideces, terquedades y prejuicios, que nos impiden interactuar desprevenidamente con los demás y estar siempre en proceso de conversión y mejoramiento.

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