Lucas 15:1-3.11-32, domingo, marzo 27 de 2022 Por: Luis Javier Palacio, SJ La parábola del hijo pródigo enfatizaba con tal título la actitud que podía adoptar el creyente frente a Dios y, por tanto, sentir representada su vida en cualquiera de las actitudes del hijo menor. Sin embargo, muchos comentaristas ven en el Padre y no en el hijo al personaje principal. Así, le han dado el título de la parábola del padre misericordioso. Algunos otros se han fijado en la actitud del hermano mayor, luego del regreso del menor, y le han dado el título de parábola de los dos hermanos. Estos tres enfoques enfatizan, cada uno a su manera, aspectos importantes de esta rica parábola. La riqueza del lenguaje religioso es que posibilita múltiples lecturas y en cada lectura podemos encontrar aspectos nuevos dignos de reflexión. Esta parábola es la más extensa de los evangelios y puede considerarse una joya de la literatura cristiana e incluso de la literatura universal. El contexto de la parábola es dar respuesta al comentario: «Fariseos y escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos». El grupo de los considerados pecadores era amplio: los publicanos –empleados al servicio de Roma–, los ladrones, bandidos, gentiles, cambistas, adúlteros, asesinos, bandidos. También entran los jugadores de dados, los usureros, los pastores, arrieros, buhoneros curtidores y, en una enumeración más amplia, los que no conocen la ley (Torah) o su interpretación que se solían llamar “la gente de la tierra” (am ha’aretz, en hebreo).
El Evangelio suele poner a muchos de los pecadores antes citados en posiciones más dignas, bien sea porque buscan a Jesús con fe, bien porque muestran su lado bondadoso, impensable para los judíos. Pero quizás la mayor novedad es que Jesús les ofrecía la posibilidad de la conversión (cambio de mente y a menudo de vida) y el perdón como “cuota inicial” de dicha conversión. Tal actitud resulta incomprensible e inaceptable para los fariseos, quienes se tenían por perfectos y santos, como auténticos seguidores de Yahvéh. Lo expresan con la imagen de las comidas que expresan cercanía, intimidad, camaradería, familiaridad. Lo peor era que Jesús obraba contra las costumbres en nombre de Dios.
Jesús responde a las críticas con esta parábola que es una de las más elaboradas de los evangelios. Hay otras dos parábolas de perdido y encontrado en Lucas como son la oveja perdida y la moneda perdida, pero no aluden a personas y enfatizan otros puntos. Ahora se trata del ser humano, el hijo menor, la actitud del mayor y sobre todo la inmensa misericordia del Padre. Dada su extensión y factura literaria, seguramente fue desarrollada por la comunidad a partir de alguna más corta del mismo Jesús. Los múltiples detalles vienen de las costumbres de la época, pero también de la sicología humana de todas las épocas. El hijo menor reclama, antes de tiempo, la herencia que le corresponde por la ley. La granja misma, siendo bien inmueble, era inalienable y debía usufructuarla el hijo mayor. De los bienes muebles recibe el primogénito dos terceras partes y del resto, por partes iguales, los demás. El padre accede a la petición del hijo que quiere ser independiente, sin protesta alguna. Ambos derechos le son otorgados. El padre no lo trata ya como menor de edad y afronta el riesgo de su autonomía y libertad. Se dice que, en época de Jesús, podían vivir ½ millón de judíos en Palestina y 4 millones en la diáspora. El extranjero promete una libertad e independencia que seduce. Pero la experiencia termina mal. También allí llega hambre y carestía, sobre todo para el migrante, y le toca hacer contra sus costumbres y religión: “Maldito el hombre que cría puercos”, decía un refrán. Le toca no solo alimentarlos sino desear alimentarse como ellos. Todo se le agolpa en contrastes: su miseria frente a la abundancia en la casa paterna, las algarrobas frente al pan de los jornaleros, el extranjero frente a la casa paterna, el sufrimiento frente al confort de su casa. La síntesis de su reflexión es una cita del Éxodo: «El faraón llamó en seguida a Moisés y Aarón, y dijo: He pecado contra Yahveh, vuestro Dios, y contra vosotros» (Ex 10:16). La imagen del padre amoroso pude más que su sentimiento de culpa, aunque no aspire más que a ser tratado como uno de los jornaleros. El Padre sale al encuentro de su hijo pues no ha hecho más que aguzar su vista para verlo venir y corre a su encuentro (contra las costumbres de la época). Lo besa repetidamente sin atender a sus palabras de arrepentimiento y autodegradación como hijo. Ahora se aclara la actitud sorprendente del Padre. No le pide cuentas, ni le pone condiciones, no fija período alguno de penitencia o prueba. No hay palabra de absolución sino obras de perdón. Le han sido restituidos los derechos de hijo, puesto el vestido más rico, anillo y sandalias. Todo en contra de la lógica humana. Cada detalle puede sugerir abundancia de misericordia que nos recuerda lo dicho por Pablo: «Donde abundó el pecado sobre abundó la gracia» (Rm 5:20). La fe cristiana no puede aceptar que la última palabra la tenga el pecado o la muerte o la pérdida. Las palabras del Padre son como el eco terreno de las que Dios repetiría frente a cualquier pecador: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.»
La parábola, aunque poéticamente elaborada, también es realista con la condición humana. El hijo mayor es buen hijo y buen jornalero, pero no logra superar la justicia de los escribas y fariseos. La misericordia del Padre no se hereda genéticamente, necesita nacer de las entrañas; puede estimularse con la máxima del mismo Lucas: «Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre.» (Lc 6:36). El mayor ve la fiesta, escucha la música, pero no el corazón convertido de su hermano, no se sintoniza con él. Quizás menos con el corazón y la lógica de su Padre que ya no parece un padre judío. El lenguaje del Padre es lenguaje de resurrección, de valores eternos ante los cuales becerros, anillos, sandalias y fiestas han cambiado de valor. El hijo mayor es guardián de la lógica de la retribución (tema del judaísmo y otras religiones), y murmura contra esta inesperada misericordia. Entrar en la sala del festín sería cohonestar con un pecador, comer con un contaminado por gentiles y puercos. Es casi un paralelo de la crítica de los fariseos a Jesús: «Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos». Pero tampoco el mayor le es indiferente al Padre. El mayor reclama sus méritos: siempre ha cumplido las órdenes y esperaba regocijarse con sus amigos. Se siente preterido al disoluto hermano menor. No puede entender el tipo de misericordia de su Padre.
El Padre trata de explicar lo inexplicable. También el mayor es querido y dueño de todas sus cosas y se esperaría que tuviera las entrañas misericordiosas del Padre. Pero tampoco para este hijo mayor hay reproche ni condena. Solamente una invitación a sentir alegría por su “hermano” muerto y vuelto a la vida, perdido y que ha sido hallado. Era necesario que así fuera, pero con la necesidad que marca la misericordia, no la necesidad de la lógica humana. Seguramente esta parábola responde a la pregunta de la comunidad creyentes: ¿Cómo hay que tratar a los pecadores que se convierten? Mateo habla de la corrección fraterna, Lucas habla de la misericordia. Ambos se remontan a Jesús. Sin la parábola del “Padre Misericordioso” ya tendríamos tranquila la conciencia; con ella, nos enfrentamos siempre al desafío de la misericordia como algo incomprensible para el ser humano, pero lenguaje típico de Jesús. Algo muy personal nuestro resuena en los dos hijos, pero el importante es el Padre. La misericordia pasa por el lenguaje creíble de Dios y en este sentido Jesús es la misericordia del Padre que se agacha a recoger al ser humano en su miseria. También es el lenguaje creíble y convincente de los creyentes y de la iglesia.