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Mayo 22: Acción trinitaria

Juan 14:23-29, domingo, mayo 22 de 2022 Por: Luis Javier Palacio, SJ  La forma como Jesús alude a sí mismo es siempre relacional. Lo que dice lo refiere al Padre, sus palabras son las del Padre y el Espíritu será enviado por el Padre para recordar a los creyentes lo que Jesús ha dicho. No aparece, pues, Jesús obrando solo o por su cuenta. Para algunos comentaristas, tal característica comunitaria ya aparecía en el Génesis cuando expresa: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gn 1:26) y alegan encontrar allí el primer indicio de un Dios que no está aislado, que es comunitario, relacional. Precisamente el Dios cristiano y judío es de la palabra, del diálogo que igualmente es algo relacional. Como en otro comentario se decía, el cristianismo y el judaísmo no son religiones del libro (como el islamismo) sino de la interpretación del libro. Es decir, un Dios de la palabra que no se agota en un libro, cuya voz no se agota en un documento escrito que, de todas maneras, refleja la cultura y la visión del mundo de su época. De ahí que cuando en la lectura pública se proclama: “Palabra de Dios”, no se refiere a una traducción particular sino al acto creador de Dios que sigue obrando por la Palabra y su resonancia en el creyente en quien obra el Espíritu. La originalidad del Génesis, que toma varios relatos de culturas anteriores de Palestina y de otros pueblos vecinos, es que la palabra es creativa. Yahvéh crea con la palabra y Adán re-crea nombrando los animales. La palabra es materia prima con la que Dios crea y con la cual creamos nosotros. Cualquiera ha experimentado el poder constructor (e infortunadamente también destructor) de la palabra. Incluso internamente, en el silencio de la meditación o el éxtasis de la contemplación, funcionamos con palabras interiores. Esas que aunque inefables, el apóstol Pablo llama “gemidos del Espíritu”: «Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8:26). Es decir, que el Espíritu habla no solamente en las Escrituras o en los profetas, sino también en el interior de la persona pues el Espíritu la in-habita. « ¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3:16).
El Espíritu, que estrictamente hablando no es sino uno (el de Dios), nos constituye en persona, colectivo, iglesia, humanidad y a través de estas instancias nos recuerda a Jesús (memoria subversiva), nos la revive (sacramentos), nos constituye comunidad salvífica (iglesia). Los mismos evangelios son recuerdos de Jesús, reconstrucción viva de la comunidad, catequesis formativa para la comunidad, movida por el Espíritu Paráclito. Hoy sabemos que el sacramento base o fuente de la vida cristiana, de donde surge y se nutre la iglesia, es la Eucaristía. Alrededor de tal celebración se recuerda y se “recupera” la vida de Jesús, sus hechos, sus enseñanzas, sus curaciones y su presencia viva en medio de la comunidad. Esta misma sería impensable sin la Eucaristía. A la sombra de la Eucaristía se van desarrollando los diferentes sacramentos (san Agustín cita más de cien) hasta sistematizarlos en siete en concilios y escritos muy posteriores (v.gr. Pedro Lombardo, siglo XII).
El judaísmo supo conservar en paralelo que la Toráh fuera palabra de Yahvéh y a la vez que su autor fuera Moisés. Era simultáneamente ley de Moisés y palabra de Yahvéh. Esto exigía interpretación y debate permanente. Igual sucedía con los profetas, los Salmos atribuidos a David o los escritos sapienciales atribuidos a Salomón. Aunque hoy tenemos buenas herramientas para desentrañar estilos, tradiciones, variaciones e influjos de pueblos vecinos, etc., nada de esto agota las Escrituras que siguen teniendo un puesto especial como Palabra de Yahvéh. Esta es lo escrito o dicho más la aceptación o reconocimiento por parte de la comunidad que ve allí reflejada la voluntad divina. Era, pues, un diálogo entre Yahvéh, el mensajero y la comunidad. Otro tanto puede decirse del Nuevo Testamento. Cada escrito refleja la vivencia de la fe de los cristianos en sus comunidades. En cada creyente debía actuar el Espíritu para dar el asentimiento. Mucho se enfatizó luego del Concilio Vaticano II que el Espíritu Santo no era posesión de nadie porque era riqueza de todos.
El Espíritu es la respuesta de Dios a toda petición. El Evangelio de Lucas nos dice que Dios da el Espíritu a todo el que pida. No nos dice que lo dé A QUIEN LO PIDA sino A QUIEN PIDA, aunque pocas traducciones registren la diferencia: « S í, pues, vosotros, malos como sois, sabéis dádivas buenas dar a vuestros hijos ¿cuánto más el Padre, el desde cielo, dará Espíritu Santo a los que piden?» (Lc 11:13). Ese Espíritu sin el cual no podemos llamar a Dios ¡Abba! (según Pablo). En la oración del Padrenuestro pedimos básicamente que se haga la voluntad de Dios. Pero tal voluntad no se hace sino a través de las personas. Dios no actúa sino a través de las personas, nos dice la encarnación. De ahí que una formulación más dinámica de la Trinidad sea “acción creadora trinitaria”. Lo trinitario sería su actuar, no exactamente las personas que, como antes se dijo, terminaron como individuos independientes, al menos en algunos escritos espirituales y teológicos y a menudo en el sentir popular. La frase varias veces citada de Tertuliano nos puede ilustrar: “Tres son unidad, no uno”. Con una expresión más pedestre, pero quizás no menos representativa, podemos decir de la Trinidad como los Tres Mosqueteros (del novelista Alejandro Dumas): “Todos para uno y uno para todos”. Lo que actúa el Padre lo hace a través del Hijo y por el Espíritu. Muchas fórmulas trinitarias tratan de conjuntar la acción del Padre, el Hijo y el Espíritu sin que ninguna agote sus posibilidades de relación.
En el Evangelio de Juan, predica Jesús la continuidad de la Palabra del Padre en sus mismas palabras (enseñanzas, mandatos, recomendaciones, diálogos) pues Jesús es el Logos (palabra, verbo) encarnado. Pero igualmente Jesús dice a sus seguidores que sus palabras serán retomadas, ampliadas, explicadas y desarrolladas por el Espíritu Paráclito que les deja. De tal manera que el Dios que empieza creando con la Palabra, lo sigue haciendo a lo largo de la historia con un énfasis especial durante la vida de Jesús. Así, marca Jesús un periodo en la historia humana que sigue siendo referente para leer el pasado anterior a él y el futuro que inaugura su resurrección. Hoy, el Espíritu Santo puede “soplar” (como en la imagen usada por Jesús en el diálogo con Nicodemo) donde quiere y como quiere, pero siempre en dirección a Jesús, su vida, sus enseñanzas, su ejemplo, sus acciones. Jesús, por su lado, afirmaba que no hacía más que lo que veía hacer al Padre; no decía más que lo que oía del Padre; no ejecutaba su voluntad sino la voluntad del Padre. Todo ello condensado en la palabra amor oblativo (ágape). La creación y encarnación obedecen al amor del Padre por el cosmos y por la humanidad, con la esperanza de que sus seguidores vivan de igual manera. Aunque ni el mismo Evangelio de Juan, ni las Escrituras en general, usan el término Trinidad, el Evangelio de Juan es quizás el más trinitario en su contenido. La palabra encarnada es trinitaria, la palabra expresada lo es igualmente; la conversación humana también lo es. La acción creadora de Dios también es trinitaria. Cualquier creyente desarrolla un sentido trinitario en su vida espiritual. Entiende que debe actuar como Jesús pero para ello necesita dejarse mover por el Espíritu; encuentra que Dios se le revela en la creación (la segunda Biblia), en su conciencia, en la belleza en lo que todas las religiones atribuyen a un Dios creador y encuentra la Trinidad en su propio interior, en su misma intimidad; de manera que toda acción suya sea igualmente trinitaria.

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