Juan 20:19-23, domingo, mayo 23 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ Debido a la definición de la Trinidad como personas (tres personas distintas y un Dios verdadero), o como dice la fórmula dogmática: una esencia o sustancia y tres personas, a menudo resulta complejo explicar por qué una entraña la otra. Persona, desde Boecio, se entiende como la sustancia individual de naturaleza racional. Algo que aplicado al ser humano fue bastante productivo en muchos campos, pero aplicado a la Trinidad no deja de ser problemático. Trinidad, como afirmaba Tertuliano, quiere decir que tres son unidad, no uno. No es un problema matemático sino relacional, hoy se busca rescatarlo en el concepto de persona. Sin un tú no hay un yo y viceversa, así como un él que rompa el círculo cerrado yo-tú. Algo expresaba el género con el Padre masculino, el Hijo masculino y el Espíritu femenino en hebreo (ruah). Sin feminidad no hay masculinidad y viceversa, y sin ambos no hay engendramiento [1]. El Espíritu, que funciona en los sinópticos desde la encarnación, se enriquece con la resurrección. El Espíritu es ahora también el Espíritu del Resucitado; ese que Juan llama Paráclito. Para los ortodoxos, el Espíritu es enviado por el Padre, al igual que Jesús, por lo que nos acusan de tener una concepción excesivamente Cristo-céntrica. Algo de verdad hay en tal crítica al acusarnos de “olvido del Espíritu”.
El Espíritu aparece en el Credo con pocas funciones: hablar por los profetas y engendrar en María. Luego parece desaparecer. En los evangelios aparece con más funciones, desde el comienzo, durante la vida pública y luego de la muerte de Jesús. De manera que el Espíritu trasciende el tiempo, no porque sea inmutable sino precisamente porque se actualiza en el tiempo. De otra forma sería una pieza de museo como milenaria momia egipcia. El Espíritu es ante todo actuación y actualización.Esto es muy claro en la vida de los sacramentos que escapan al esquema de materia y forma en el cual se expresó el Concilio de Trento: signos que contienen la gracia que significan. La invocación del Espíritu (epliclesis de la liturgia) quedó marginada. Lo que hace el Resucitado es avalar el enriquecimiento del Espíritu. Ahora sopla, no como quiere, sino en la dirección de Jesús muerto y resucitado. En los profetas soplaba un poco a tientas, pues hasta inspiraba la conscripción para la guerra del rey David. Así como en las matemáticas necesitamos al menos tres puntos para trazar una curva, necesitábamos del Padre, el Hijo y el Espíritu para trazar la presencia de Dios en el momento actual. Así sea una curva, es el camino para construir el reinado de Dios[2].
En el Antiguo Testamento solo tres veces se usa la expresión Espíritu Santo y se prefiere la expresión Espíritu de Yahvéh (ruah). Este se habría alejado de Israel con la muerte del último de los profetas que los poderosos de la época desterraron, porque criticaba sus abusos. Es decir que el Espíritu de Yahvéh hablaba a favor de la viuda, el huérfano y el extranjero. Mientras la justicia divina (sedaqá) es alentada por el Espíritu, la injusticia carece de él. Propiamente espíritu no es sino Dios aunque expresiones como espíritu del mal, espíritus impuros, espíritu de mudez, de tartamudez, de epilepsia, espíritus demoníacos, endemoniado de Gerasa, etc., nos puedan desorientar. Aquí se siente el influjo de Babilonia, en cada enfermedad tenía su espíritu correspondiente. Como si hoy dijéramos espíritu del resfriado, espíritu de la viruela, espíritu del sarampión, etc. Espíritu, a secas, no se usa en el Nuevo Testamento para la gente aunque es idea común en el primer siglo que seres sobrenaturales pueden acompañar, inspirar y guiar a la gente con expresiones como “espíritu de la verdad”, “espíritu de falsedad”. El primer siglo está lleno de pensamiento mágico, con influjo de las religiones mistéricas griegas que influyeron en el lenguaje religioso.
Ante los discípulos que no habían creído a María Magdalena de su encuentro con el Resucitado, presenta el evangelio de Juan la experiencia personal aunque estén encerrados por miedo a los judíos, en la tarde del primer día (¿Celebraban la Eucaristía?). El saludo judío del ¡Shalom! Muestra una conexión con las esperanzas judías. El Resucitado muestra la marcas en manos y pies, como con Tomás, certificando que es el mismo crucificado[3], pues la resurrección está unida indisolublemente con la pasión. Ahora el Espíritu se ha enriquecido también con la pasión. Un Espíritu de mera gloria sería incompleto aplicado a Jesús. El Espíritu es asociado al perdón de los pecados que es la cuota inicial de la conversión; no es restituir a un estado anterior sino lanzar a un estado posterior. En el pasado se concibió muchas veces la salvación como retorno a un estado preter-natural o pre-lapsario (antes de la Caída). Pero el perdón es hacía adelante, vale más para una naturaleza perfectible que para una naturaleza caída. El perdón es más terapéutico que restaurativo, pues el pasado no es suprimible sino superable. Con razón el Concilio de Trento pidió a los confesores que fueran a la vez jueces y médicos. Hoy diríamos médicos que diagnostiquen (juzguen) y den el tratamiento (receten). Pero en general ha primado el papel de juez en los confesores. En el evangelio de Juan, el Espíritu Paráclito es el que actúa en el creyente para transformarlo o capacitarlo para el amor (ágape). Decía san Ireneo de Lyon que la creación, con el Espíritu (ruah) que se cernía o incubaba (como una gallina sus huevos) sobre el caos, era el comienzo de un largo proceso en el cual el Espíritu se acostumbraba a convivir con la materia. Un Espíritu, identificado con el Resucitado, no puede pues contraponerse, como en el pensamiento gnóstico o maniqueo, a la materia. Son los dos lados de una misma moneda.
En las escenas narradas en la Biblia, donde interviene el Espíritu, lo hace usando la materia. La sola agua del Jordán no bautiza sin el Espíritu que desciende. Los solos panes y peces repartidos no pasarían de un convite sin la oración de bendición, de acción de gracias; al igual que la cena judía no sería sino cita de restaurante sin la berakah [4](bendición judía). La absolución en la liturgia eslava, menos judicativa que la latina, nos da una idea del papel que juega el Espíritu en el perdón: “Que nuestro Señor y Dios, Jesucristo, la gracia y compasión de su amor por la humanidad, te perdone hijo (a) de todas tus transgresiones. Y yo, indigno sacerdote, por el poder que él me ha dado, te perdono y te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre, Del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Aparece más claro el poder de Dios que el de la institución, la flaqueza del confesor al igual que la del penitente, la imprecación o súplica que la declaración judicativa. El Concilio Vaticano II promovió formas de reconciliación o conversión con los anteriores elementos que infortunadamente poco se han implementado. Por otro lado, el perdón mutuo entre las personas, que pedimos en el Padrenuestro, se ha hecho más difícil cuando se ha llevado a los canales jurídicos oficiales (demandas, tutelas, etc.), alejándose de lo sacramental. Mira más hacia el pasado y su reparación que hacia el futuro que nos inspira construir el venidero reinado de Dios.
[1] Es la metáfora más evidente en la naturaleza pues hay animales asexuados e incluso bisexuales a nivel de ciertos insectos e invertebrados.
[2] La física moderna afirma que la línea recta no es el camino más corto entre dos puntos (Euclides) sino la geodesia.
[3] Mucho arte religioso occidental enfatiza más la muerte que la resurrección. Algo que los iconos ortodoxos nunca olvidan. Pintan más lo que será que lo que es; son más escatológicos; usan la cruz más que el crucifijo.
[4] A partir de la Berakah se desarrollan el prefacio y la anáfora eucarística.