Mateo 28:16-20, domingo, mayo 30 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ Jesús predica el reinado de Dios, al cual se entra por la conversión. Un reinado que llegó en su persona pero aún lo llega en los demás. Los discípulos fueron enviados a predicar igualmente la conversión y dicha conversión la plasman en el seguimiento del evangelio. La entrada en la Iglesia por el bautismo estuvo unida en los primeros años a la conversión, como bautismo que era para adultos. Un bautismo que, para la época en que se recoge el evangelio de Mateo y en la comunidad en la cual se recoge, se ha condensado en la fórmula trinitaria “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” sin olvidar los mandatos de Jesús “enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”.
Siendo el bautismo durante varios siglos para adultos, el proceso de formación en la fe y conversión era largo y precisamente la cuaresma marcaba la etapa final de preparación para los catecúmenos, los cuales se bautizaban en la Vigilia Pascual. Las escuelas catequéticas, mistagógicas, didascalías tuvieron gran realce en los primeros siglos de la iglesia. El bautismo era a menudo una decisión personal y heroica. Sin embargo, la entrada masiva al cristianismo, mediante el bautismo en lo que se ha llamado la “cristiandad” (con Carlomagno), cambió radicalmente la situación pues entonces no era arriesgado ser cristiano sino lo contrario: no serlo. Fidelidad a Dios y el imperio se identificaron cada vez más. El delito civil se asimila con el pecado y viceversa, y ambos poderes (religioso y civil) castigan al culpable. Por ejemplo, castigar la herejía con el destierro por parte del emperador. Los cristianos nominales crecieron aceleradamente pero no así los reales. Algo similar sucedió en la conquista de América cuando el bautismo haga simultáneamente al indígena “hijo de Dios” y súbdito del rey de España, como lo expresa el Requerimiento. Si se negaba al bautismo sería enemigo de Dios y enemigo del rey de España.
Será el Concilio Vaticano II el que busque renovar y revivir el bautismo, tomando la definición del apóstol Pablo y la preparación previa. El ritual de la “Iniciación Cristiana de los Adultos” de 1972 propone una especie de camino catecumenal para llegar al bautismo. Por otro lado, se suscitan una gran cantidad de movimientos eclesiales, asociaciones laicales y comunidades parroquiales renovadas, para procurar la formación de los ya bautizados. Se vuelve igualmente a la definición paulina del bautismo como “ser sumergidos en la pasión y muerte de Jesús, para ser como él resucitados”. Esta forma de expresar el bautismo supone la experiencia pascual, de manera que sería impensable su formulación en la vida pública de Jesús, pues sería un bautismo sin pascua. Esta es una concepción más dinámica que la formulación nominal de Mateo, en la que terminó primando el pecado original de los niños. Para algunos comentaristas incluso la fórmula sería más adecuada si dijera “bautizar en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo” en vez “en nombre de”. Es decir, sumergir en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu. En la época de Jesús la sacralidad del “nombre” tenía mucho sentido por el influjo judío, pero hoy se ha desgastado. El Templo de Jerusalén era el único lugar en que se pronunciaba “el nombre de Yahvéh” y solamente una vez al año, en la fiesta del perdón nacional o Yom-kippur. Hoy mantenemos el nombre de Dios en los labios. Además, aparecen otras fórmulas y procesos de bautismo en el mismo Nuevo Testamento. Pablo bautiza a los cristianos de Éfeso en el nombre de Jesús. “Fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús” (Hc 19:5). Pedro bautiza a Cornelio y otros porque han recibido el Espíritu Santo, previo al bautismo. “¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?” (Hc 10:47). Muchos mártires murieron sin haber recibido el bautismo y se asimiló su martirio a un bautismo de fuego o de sangre. Sin entrar en toda la historia de este sacramento, podemos decir que lo importante es el proceso de conversión que pueda empezar en un instante pero que dura toda la vida. Es decir, que estamos continuamente siendo bautizados. Esta concepción dinámica de los sacramentos es recalcada por el Concilio Vaticano II. En países oficialmente católicos, el bautismo como empadronamiento tuvo reconocimiento civil e implicó derechos que otros no tenían bajo la discriminación de cristianos y paganos (o judíos). A los no cristianos se les negaban algunos derechos civiles, algo hoy inadmisible. El error no tiene derechos era la idea de fondo.
La invocación bautismal de la Trinidad, que ha sido popularizada en el rito, es única en Mateo y en el Nuevo Testamento y parece reflejar una fórmula de la primitiva iglesia. No aparece en la vida pública de Jesús y en Mateo surge de una reflexión post-pascual. La complementación del encargo con: “Enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” indica que ya habría alguna catequesis anterior, posterior o ambas sobre el bautismo. Se esperaría que fuera a la inversa: enseñanza y luego bautismo, pues para bautizarse se requeriría creer y saber en qué se creía. Es el argumento de los anabaptistas para rechazar el bautismo de niños. En realidad, para la época no existían las sistematizaciones que hoy conocemos; la fe se condensaba en “confesiones o profesiones de fe” ordinariamente cortas y densas. Por ejemplo la muerte y resurrección de Jesús, con relación a la salvación, la resume Pablo (recogida de la comunidad) en: “F ue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificaci ón” (Rm 4:25). En tiempos difíciles como los de los primeros creyentes, la fe se acreditaba más con la vida que con saberes específicos. De hecho, las sistematizaciones posteriores de los concilios tenían como finalidad primera corregir desviaciones más que elaborar “catecismos”.
El rito bautismo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo marca una diferencia clara con el bautismo penitencial para perdón de los pecados de Juan el Bautista. Igualmente difiere del “segundo bautismo” de Jesús con el que responde a la petición de Santiago y Juan (hijos de Zebedeo): “Cierto; beberéis el cáliz que yo voy a beber y seréis bautizados con el bautismo que yo voy a recibir” (Mc 10:39), con lo cual alude a su propia muerte.
El bautismo cristiano será un bautismo de renacimiento o vida nueva a la manera como Jesús lo explica a Nicodemo. Nacer de arriba, del Espíritu, pues de la carne ya se ha nacido. El judaísmo no practicaba rito similar. Sabemos que en la Biblia no se encuentra la palabra Trinidad y los debates de los primeros concilios sobre ella utilizaron un lenguaje bastante filosófico (esencia, sustancia, persona, hipostasis, creado, engendrado, primogénito, unigénito, ousia, homousía, logos, pneuma y muchos más) no fácil de asimilar. El evangelio al que más acuden en dichos debates es al evangelio de Juan y el desafío era conservar el monoteísmo judío (no eran tres dioses) y, a la vez, abrir un espacio para la revelación de un Dios encarnado (Hijo) y el Espíritu que nos deja (que no eran simplemente modos de un mismo Dios).
En la vida cristina resulta más importante la rectitud de vida que la ortodoxia en la formulación teológica por lo cual la misericordia es la mejor expresión de la Trinidad. Si Jesús sentía a Dios como Padre, a quien llama Abba, y se sentía obedeciendo al impulso del Espíritu, así obraba la misericordia con el enfermo, el marginado y el necesitado. Igual comportamiento esperaba de sus seguidores. No actuaba ni como los rabinos, ni como los maestros, ni como los sumos sacerdotes. Enseñaba con su vida, sus acciones y sus comentarios a menudo ocasionales, especialmente las parábolas. Nos dio un ejemplo de vida que espera reproduzcamos sus seguidores. Trinitarios en el actuar más que en complejas teorías.