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Mayo 9: Vinimos al mundo con una misión. ¡Descubrámosla!

Pascua – domingo VI B (9-mayo-2021) Por:  Jorge Humberto Peláez, SJ
jpelaez@javeriana.edu.co Lecturas:

Hechos de los Apóstoles 10, 25-26. 34-35. 44-48
I Carta de san Juan 4, 7-10
Juan 15, 9-17

Estamos en medio de fuertes tensiones sociales que no solamente se expresan a través de legítimas protestas; también estamos viendo preocupantes muestras de vandalismo. No podemos hacer una lectura simplista pues se trata de la sumatoria de muchos factores: largos meses de encierro con sus secuelas de agotamiento y rabia, pobreza, desempleo, restricciones a la movilidad, incapacidad de escucha de los líderes políticos, agendas electorales, grupos ilegales, etc.
En esta eucaristía dominical, pidamos al Señor sabiduría para comprender los complejos problemas socioeconómicos, empatía para interpretar las frustraciones de los ciudadanos y capacidad de diálogo para construir consensos. Ciertamente, la Palabra de Dios no ofrece soluciones para este tipo de problemas, pero sí nos señala horizontes de solidaridad y nos recuerda los valores que deben inspirar nuestras decisiones.
En este domingo, nuestra meditación profundizará en tres mensajes que atraen nuestra atención:

En los Hechos de los Apóstoles, leemos unas inspiradoras palabras del apóstol Pedro cuando llegó a la casa de Cornelio: “Ahora comprendo claramente que Dios no hace discriminaciones, sino que acepta con agrado a todos los que lo temen y practican la justicia, de cualquier nación que sean”.
En su I Carta, el apóstol Juan recuerda el principio básico de la vida social: “Amémonos unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Él y llega a conocerlo”.
En el evangelio según san Juan, son recopiladas unas palabras de Jesús que trazan la ruta de los bautizados: “No me escogieron ustedes a mí; fui yo quien los escogí, y los destiné para que vayan y den fruto, y un fruto permanente”. Aquí está la clave de lectura para comprender el para qué de la existencia. 

De manera sencilla y breve, vayamos recorriendo los textos, empezando por las palabras pronunciadas por Pedro en casa de Cornelio: “Ahora comprendo que Dios no hace discriminación”. Los judíos eran muy conscientes de su pertenencia al pueblo elegido. Pero esto los llevaba a mirar con desprecio a los que no pertenecían a la comunidad.
Una cosa es reconocer y agradecer el don de la elección; pero de allí no se sigue que haya que discriminar a quienes no han recibido este regalo. El amor infinito de Dios no tiene fronteras, no reconoce nacionalidades ni desprecia modos diferentes de alabar y orar a la divinidad.
Los prejuicios y discriminaciones son transmitidos por la cultura. Desde niños, oímos expresiones que descalifican a determinados grupos sociales. Son afirmaciones que carecen de fundamento. Esto explica la sorpresa del apóstol Pedro cuando ve que el Espíritu Santo descendió sobre unos paganos. Por la educación que había recibido, pensaba que esto no era posible.
Si somos honestos, tenemos que reconocer que hay unas contradicciones entre nuestro discurso, que suele ser democrático, abierto e incluyente, y nuestros oscuros prejuicios que están agazapados en lo más profundo del corazón, que hemos ido acumulando a lo largo de la vida. San Pedro tuvo el valor de reconocer sus prejuicios; hasta ese momento había creído que los paganos estaban excluidos de la acción del Espíritu.
En su I Carta, el apóstol Juan nos recuerda que el amor es el valor central de la convivencia: “Amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Él y llega a conocerlo”. En su encíclica Fratelli tutti sobre la fraternidad y la amistad social, el papa Francisco nos invita a replantear los diversos aspectos de la vida (economía, política, relaciones internacionales, etc.) que hasta el momento han sido inspirados por el afán de lucro y la avidez por el poder, y a hacerlo teniendo como inspiración los valores de la solidaridad y la compasión presentes en la parábola del buen samaritano.
Finalmente, llegamos al relato evangélico en el que Jesús nos recuerda que nuestra vida es, en último término, un llamado que Él nos hace: “No me eligieron ustedes a mí; fui yo quien los escogí, y los destiné para que vayan y den fruto, y un fruto permanente”. 
Para el creyente, la vida no es accidente. Hemos sido puestos en este mundo para realizar una tarea. Dios no impone, sino que invita. Tenemos que decodificar la invitación. Los autores que escriben sobre estos temas hablan de discernimiento espiritual, que es la capacidad de leer la propuesta de felicidad y servicio que Él nos hace a través de los acontecimientos de la vida diaria. Recordemos las palabras de Jesús: “No me escogieron ustedes a mí; fui yo quien los escogí”. La iniciativa es suya. Depende de nuestra libertad aceptar o rechazar el llamado.
¿A dónde nos conduce esta meditación dominical? En primer lugar, tenemos que reconocer que estamos condicionados por nuestros prejuicios; juzgamos a las personas por las apariencias y por lo que otros dicen. En segundo lugar, dejemos a un lado los cálculos egoístas, y permitamos que la fuerza del amor transforme nuestra red de relaciones y actividades. En tercer lugar, cultivemos el silencio interior de manera que podamos escuchar la voz del Espíritu que nos invita a colaborar en su obra creadora y santificadora: “Los destiné para que vayan y den fruto, y un fruto permanente”.

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