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XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo C – 20 de noviembre de 2022
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Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ
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En aquel tiempo, cuando Jesús acababa de ser crucificado en el lugar llamado de la Calavera o Calvario, la gente estaba allí mirando; y hasta las autoridades se burlaban de él, diciendo:”-Salvó a otros; que se salve a sí mismo ahora, si de veras es el Mesías de Dios y su escogido”. Los soldados también se burlaban de Jesús. Se acercaban y le daban a beber vino agrio, diciéndole: “- ¡Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo!” Y había un letrero sobre su cabeza, que decía: «Este es el Rey de los judíos». Uno de los criminales que estaban colgados, lo insultaba:”- ¡Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y sálvanos también a nosotros!” Pero el otro reprendió a su compañero, diciéndole:”- ¿No tienes temor de Dios, tú que estás bajo el mismo castigo?” Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo de lo que hemos hecho; pero este hombre no hizo nada malo. Luego añadió:”-Jesús, acuérdate de mí cuando comiences a reinar”. Jesús le contestó:”-Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 35-43).
La Iglesia celebra hoy la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, instituida en 1925 por el papa Pío XI y programada después del Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965) para el último domingo del año litúrgico, antes de comenzar el tiempo del Adviento. Reflexionemos sobre el significado de este título con el que reconocemos a Jesús, a la luz del Evangelio según san Lucas, teniendo también en cuenta las demás lecturas bíblicas [2 Samuel 5, 1-3; Salmo 122 (121), 1-2. 4-5; Colosenses 1, 12-20-
1. El reino de Cristo no es un reino de este mundo
En los primeros siglos del cristianismo, el arte religioso representó al “Christos Pantocrátor” (Cristo Todopoderoso) en imágenes muy bellas que hacen alusión al Señor resucitado. Sin embargo, el Evangelio de hoy nos presenta a Jesús no sentado en un trono, sino clavado en una cruz entre dos malhechores; y es precisamente a este mismo Jesús crucificado a quien reconocemos como Señor Rey del universo.
En las democracias modernas ha desaparecido la realeza o se mantiene sólo como símbolo de identidad nacional. Y aunque en la historia ha habido reyes justos, muchos han sido tiranos. Hoy, aún en países llamados democráticos, existen dictadores y déspotas. Quienes creemos en Cristo reconocemos que su reino tiene como fundamento no el poder que domina a base de fuerza y terror, sino el amor de Dios que asumió nuestra condición humana en la persona de Jesús, quien siendo inocente de toda culpa, cargó con nuestros pecados para salvarnos y derramó en la cruz hasta la última gota de su sangre por haber proclamado su solidaridad con las víctimas de los poderes opresores, con los marginados y excluidos a causa de la injusticia, que es la primera de todas las violencias.
2. En Cristo crucificado reconocemos al Mesías anunciado por los profetas
La unción de David como rey de Israel en el siglo X antes de Cristo, evocada en la primera lectura (2 Samuel 5, 1-3), significó en su momento la esperanza del paso de la tiranía del rey Saúl a un reino de justicia y de paz. Sin embargo, tanto David como su hijo Salomón, en los momentos negativos de sus gobiernos, y casi todos los reyes posteriores, traicionaron esa esperanza al engolosinarse con el poder y convertirse en tiranos (aunque David se arrepentiría de su despotismo convirtiéndose a Dios). Por eso fue surgiendo la promesa de un futuro Mesías, palabra de origen hebreo que significa lo mismo que el término griego Christos: ungido, y como tal consagrado por Dios para la misión de regir a su pueblo.
Los profetas bíblicos del Antiguo Testamento anunciaron a un Mesías que sería consagrado no con la unción material de aceite de oliva, sino con la del Espíritu Santo, para instaurar el reino de Dios. Nosotros reconocemos a Jesús de Nazaret como ese Mesías en quien se cumplen las profecías, y por eso, lo llamamos Cristo y proclamamos su realeza universal, no como un reinado terrenal político y pasajero, sino como el reino espiritual y eterno de Dios en persona. Este es el contenido central de la buena noticia que él nos comunica desde el inicio de su predicación, cuando dice que “el reino de Dios está cerca”: es decir, el reino del amor, la justicia y la paz, es posible en nuestra historia si acogemos a Dios que se hace presente en nosotros y entre nosotros en la persona misma de Jesús.
A este Mesías, a este Cristo, a este ungido y consagrado por Dios para establecer su reino -es decir, el poder de Amor-, el Evangelio lo presenta crucificado. Para los asesinos de Jesús fue una burla la inscripción puesta sobre la cruz en hebreo, griego y latín, que posteriormente sería evocada con las iniciales latinas INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum: Jesús Nazareno Rey de los Judíos). Pero quienes creemos en Él como nuestro Salvador, resucitado en su humanidad a una vida nueva y eterna, lo reconocemos en verdad como Señor, no ya de un pueblo particular, sino de todo el universo.
3. “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”
De las llamadas “Siete Palabras” o frases que han consignado los Evangelios como dichas por Jesús crucificado, dos se encuentran en el de Lucas y son de misericordia: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, y “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. Por su parte, el apóstol Pablo en la 2ª lectura (Carta a los Colosenses 1, 12-20) expresa su agradecimiento a Dios Padre por habernos trasladado del dominio de las tinieblas al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención. Esta acción salvadora de Dios, para que sea efectiva en cada uno y cada una de nosotros, implica de nuestra parte un reconocimiento de su misericordia manifestada en nuestro Señor Jesucristo, que, como nos lo recordó el Papa Francisco al proclamar el 2016 como el Año de la Misericordia, es el rostro de Dios misericordioso, y por lo mismo una respuesta comprometida a la invitación que Él mismo nos hace a ser partícipes de su reino, que es el reino de Cristo mismo.
En primer lugar, un reconocimiento humilde de nuestra necesidad de ser salvados por Él, como el ladrón arrepentido. En segundo lugar, procurando vivir todos unidos en esta comunidad de fe que llamamos la Iglesia, que, como dice San Pablo, es el cuerpo místico de Cristo. Y finalmente, poniendo en práctica lo que decimos en el Padrenuestro: venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Es decir, disponiéndonos a abrirle espacio en nuestra existencia para que Él reine en nuestra vida, lo cual implica situarnos en la onda de su voluntad, que es precisamente el reinado del amor, la justicia y la paz. Así sea.
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