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Noviembre 21: Mi reinado no es de este mundo

Juan 18:33-37, domingo, noviembre 21 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ  El centro de la predicación de Jesús era el reinado de Dios que no puede reducirse, por más importante que sea, a la vida interior del individuo. Reinado es un concepto más amplio que reino (este implica un territorio, un rey, unas políticas, un pueblo, una sociedad) y tiene una dimensión externa que en el judaísmo sería la añorada teocracia y en el cristiano una sociedad, una humanidad diferente. Pablo engloba a cristianos y judíos (humanidad) en un sistema de salvación por la fe. Corresponde a la división nacionalista judía: nosotros y ellos, judíos y griegos, circuncisos e incircuncisos, guardianes de la ley y desconocedores de ella, pueblo escogido y naciones y otras clasificaciones más. Pero reinado no coincide con Iglesia como lo vuelve a recordar el Concilio Vaticano II. El reinado de Dios es mayor que la iglesia y esta debe estar al servicio de aquel. Debe ser signo (sacramento) de salvación en el mundo y estar al servicio de la humanidad. Aunque algunas frases puedan sugerir lo contrario, el Nuevo Testamento no espiritualiza el reinado de Dios ni lo limita a lo espiritual. Siempre implica el comportamiento frente a los demás, a sus necesidades. Lo que parecería más personal es la conversión (metanoia, en griego) que significa para unos la imitación de Cristo; para otros, su seguimiento y para otros, su discipulado. Todo converge en vivir y actuar a la manera de Jesús frente al prójimo. O, como se expresa en la parábola del buen Samaritano, hacerse prójimo del necesitado. En el pasado fue común asociar la conversión a un aspecto negativo que enfatizaba la tristeza, el pecado, la penitencia, pero en el Nuevo Testamento se asocia a lo positivo, a cambiar la forma de pensar, a adiestrarse en una nueva mirada, a la esperanza de un mundo nuevo. Hubo un influjo negativo de la traducción bíblica llamada Vulgata de san Jerónimo quien tradujo metanoia por penitencia las 24 veces que aparece en el Nuevo Testamento.
La conversión implica una total reorientación de la manera de pensar, de querer o desear, de nuestras emociones, y que estas resulten en un nuevo estilo de vida y una nueva conducta, similar a la de Jesús. Pero incluye no solamente la vida personal sino también la vida social. Quien separe la conversión personal de la participación en la vida de la sociedad corta el cordón umbilical que alimenta a ambas. Por eso la conversión no es un evento de una vez y para siempre, como pudo entenderse en el pasado (básicamente como cambio de religión o de ateo a creyente), sino un proceso continuo de renovación o reorientación de sí mismo hacia el reinado de Dios, el discipulado o el seguimiento de Cristo. De alguna manera, en el pasado, al separar las dos cosas, la opción parecía ser: o Dios o el mundo, como los monjes del desierto y la vida monacal lo sugerían, o como lo expresa la carta de Santiago: “¡Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios” (Sant 4:4). El Concilio Vaticano II pasa de “fuga del mundo” a “compromiso con el mundo”. Así se entiende que el Evangelio hable de un reinado de Dios que está ya presente, en la persona de Jesús, y por otro lado de algo que ha de venir, que está en proceso de construcción. Es “ya pero todavía no”; es futuro y es inminente. Para algunos, dado que el juicio ya está presente en Jesús, según el Evangelio de Juan, el creyente debe vivir cada momento como si fuera el último momento; la hora como si fuera la última hora; el día como si fuera el último día. Esto no con la angustia del juicio o miedo a la muerte sino con la alegría de que ya ha superado el juicio. “ El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3:18).
Los géneros literarios del futuro en la Biblia son el escatológico y el apocalíptico. El primero nos habla de cómo prepararnos o actuar ahora para el futuro y el segundo nos habla de cómo será el fin. Dado que el futuro es desconocido[1], pues solamente Yahvéh lo conoce en el judaísmo y en el cristianismo debe ser construido entre Dios y el creyente, la literatura apocalíptica se limita al uso de imágenes a menudo difíciles de descifrar. Por esta razón es difícil leer el libro del Apocalipsis (visión que se supone de Juan). Algo similar a los sueños prepósteros que solemos tener. La literatura escatológica, por el contrario, nos permite obtener pistas para actuar en este mundo buscando otro donde los “sordos oigan, los ciegos vean, la buena nueva se proclame a los pobres”. El Evangelio de hoy, con Jesús proclamado como rey, nos muestra que el camino a tal mundo entraña la pasión, la condena, el dejarnos guiar hacia la verdad por el Espíritu. “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16:13). Sin el Espíritu no construiremos el reinado de Dios. Un reinado que Eusebio de Cesarea confundió con el imperio de Constantino y en la Edad Media con la cristiandad carolingia. Para Eusebio, el nuevo David, el obispo universal era Constantino. La universalidad del imperio romano confundida con la catolicidad de la comunidad creyente. Como expresaba el teólogo Paul Evdokimov: “Constantino hizo más daño a la iglesia que Nerón con sus persecuciones”. La volvió reino de este mundo, apoyado en sus ejércitos, que es lo contrario a lo que expresa Jesús en el evangelio de hoy: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí”.
Dado que el judaísmo esperaba, en una de sus vertientes más influyentes, un nuevo reino de David[2], la proclamación de Jesús del reinado de Dios en su persona era un desafío tanto para los judíos como para los cristianos. El desafío para los cristianos era ver el mundo de manera escatológica (futura) como lo expresa la resurrección. Sentirse confrontados con un mundo que aún no ha experimentado la plenitud de la salvación o la consumación del reinado de Dios contra-distinto al que veían de sujeción al poder romano y de conflicto con el judaísmo, especialmente con los fariseos. Pero huir hacia el interior, a un cristianismo intimista, era una tentación. “ No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17:15). La labor del cristiano está hacia adelante. La proclamación de Jesús no elimina el hambre de los pobres por sí misma, pero proclama un reinado de Dios para los hambrientos y los sedientos (bienaventuranzas) y les ofrece una nueva dignidad; al igual que a los enfermos y posesos. Mete al creyente en una dialéctica de cambio continuo en el presente, a la vez que espera un mundo nuevo como regalo divino. Lucha en la historia y espera algo fuera de la historia (al menos como la hemos conocido: guerras dolorosas y sufrimiento de todo tipo). De ahí que se entienda la resurrección como futuro para Jesús mismo y por supuesto para los creyentes y para toda la creación. Tal es la idea de la carta a los romanos: “Pues sabemos que la creaci ón entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8:22). La tendencia natural de todas las culturas es auto proclamarse como fin de la historia. Pero no es lo que expresa la muerte (juicio) de Jesús. No fue para castigar al malo y premiar al bueno (justicia romana), sino para hacer primar la justicia misericordiosa de Dios Padre.
 
[1] Yahvéh da profetas al pueblo para que no pretendan conocer el futuro acudiendo a agoreros, adivinos, magos y otros charlatanes.
[2] Para algunos comentaristas era realmente una “nuevo Josías” el rey que decretó el Deuteronomio como ley nacional. David era un guerrero militarista, Josías un estadista social.

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