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Noviembre 7: Siempre es posible amar y compartir

Tiempo Ordinario – domingo XXXII B
(7-noviembre-2021)
Por: Jorge Humberto Peláez, SJ
jpelaez@javeriana.edu.co  Lecturas:

I Libro de los Reyes 17, 10-16
Carta a los Hebreos 9, 24-28
Marcos 12, 38-44

Uno de los hechos más sorprendentes y positivos durante esta pandemia ha sido la producción de vacunas para protegernos de la COVID-19. En las décadas anteriores, el desarrollo de vacunas tomaba largos años de experimentación. Afortunadamente para la humanidad, la comunidad científica obtuvo resultados espectaculares en menos de un año. Los científicos aprovecharon los resultados obtenidos en investigaciones anteriores, compartieron la información, utilizaron las formidables herramientas que ofrece la ciencia de datos y así lograron sacar al mercado productos seguros y eficaces.
El lado oscuro de esta exitosa historia ha sido la concentración de las vacunas en manos de los países ricos y el limitado acceso por parte de los países más pobres. Los países más poderosos no solo han logrado vacunar a un porcentaje muy significativo de su población, sino que tienen suficientes vacunas para inmunizar una población tres o cuatro veces más grande… Mientras unos países nadan en la abundancia de biológicos disponibles, otros sectores de la población mundial están siendo golpeados cruelmente por la pandemia y ven la vacunación como una posibilidad muy remota.
Son muchas las voces que claman por una respuesta rápida y solidaria frente a la COVID-19. La ciencia ha cumplido con su tarea en tiempo récord. Ahora la solución está en manos de los políticos y de las grandes corporaciones. Por todas partes se oyen gritos que claman por la generosidad y la solidaridad.
De allí la pertinencia de las lecturas bíblicas de este domingo, que tienen como protagonistas a dos humildes mujeres que tuvieron la infinita generosidad de compartir, no lo que les sobraba, sino que se desprendieron de recursos que necesitaban para la propia sobrevivencia. Estos dos personajes son una viuda de la ciudad de Sarepta y una anciana que frecuentaba el templo de Jerusalén. Los invito a profundizar en estas dos extraordinarias historias de vida.
Empecemos por el testimonio de la viuda de Sarepta. El I Libro de los Reyes nos describe la situación que padecía una región del Oriente Próximo que estaba muy afectada por una sequía que parecía no tener fin y que había arruinado las cosechas. El relato nos narra la situación de una viuda que tenía un hijo, cuyos recursos habían llegado al límite y que sentía la proximidad de la muerte.
Estando en estas condiciones, llega a su casa un huésped, el profeta Elías, quien le pide hospedaje y comida. ¡Era una boca más que alimentar! Podemos imaginar la angustia de esta mujer: según las tradiciones del oriente, los huéspedes eran sagrados y la hospitalidad era una costumbre respetada por todos los habitantes. Pero, ¡qué impertinencia recibir un huésped en esas condiciones!
En su petición de hospedaje, el profeta Elías introduce una hermosa motivación teológica: “No te angusties (…) porque así dice el Señor, el Dios de Israel: En tu casa no faltarán la harina ni el aceite, hasta el día en que el Señor mande la lluvia a esta tierra”.
Cuando reflexionamos sobre las condiciones de vida de esta mujer y de su hijo, se nos abren dos escenarios:

El primer escenario es la terrible situación de escasez. Esta mujer ha agotado sus recursos. Lo único que tiene delante es morir por inanición y deshidratación. ¡Un final muy cruel para ella y para su hijo!
El segundo escenario se lo propone el profeta Elías: es la promesa del Dios de Israel que no abandona a quienes expresan generosidad y solidaridad. Se trata de un mensaje muy difícil de entender en medio de la situación que agobiaba a esta mujer. Sin embargo, abrió su corazón, confió en Dios y dejó a un lado cualquier otra consideración más utilitaria.

Pasemos ahora al texto evangélico, donde Jesús describe la escena de la que fue testigo en el templo de Jerusalén. ¿En qué radica la grandeza de la acción de esta mujer anciana? “Yo les aseguro: esta viuda pobre ha dado para el templo más que esos otros. Porque los demás dieron una parte de lo que les sobraba, pero ella en su pobreza dio todo lo que tenía, toda su fortuna”.
En Colombia y en el mundo entero hay fundaciones muy ricas que hacen extraordinarias contribuciones a la salud, la educación, la atención de los más pobres. Ciertamente, hay que reconocer la filantropía y agradecer a sus generosos financiadores. Sin embargo, los textos bíblicos que nos propone la liturgia de este domingo apuntan en otra dirección. Nos invitan a valorar el significado de aquellas acciones que en apariencia son pequeñas, casi insignificantes, pero que son expresión de una generosidad infinita.
No pensemos que la generosidad solo consiste en dar cosas o dar dinero. Es bueno hacerlo, pero hay mucho más. Se trata de darnos a nosotros mismos: nuestro tiempo, nuestros conocimientos, nuestra experiencia. No todas las personas tienen dinero para compartir, pero todos podemos ofrecer una palabra de aliento, una sonrisa, un abrazo. Sería ideal que muchas personas pudieran dedicar parte de su tiempo a algún tipo de voluntariado. Pero si las condiciones no lo permiten, siempre tenemos la posibilidad de apoyar y servir a las personas que viven junto a nosotros. La viuda de Sarepta y la anciana del templo de Jerusalén son una maravillosa fuente de inspiración. Nos enseñan que siempre es posible amar y compartir.

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