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XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo C – Octubre 16 de 2022
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Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ
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En cierta ocasión, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, Jesús les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban las personas. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario». Por algún tiempo se negó, pero luego se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan las personas, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara»». Y el Señor añadió: «Fíjense en lo que dice el juez injusto, pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿o les dará largas? Les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lucas 18, 1-8).
1. El clamor de los pobres y oprimidos exige nuestra acción solidaria
La parábola que nos propone Jesús en el Evangelio de hoy contiene varios elementos significativos. Uno de ellos es el clamor de los pobres y oprimidos. Cuando Jesús dice que, si el juez injusto atiende la petición de la viuda para quitarse de encima su insistencia, con mayor razón Dios Padre “hará justicia a sus elegidos que claman día y noche”, está evocando la imagen del abogado defensor -en hebreo goel-, que los profetas del Antiguo Testamento empleaban para referirse a Dios como protector de las víctimas de la injusticia, representadas en la viuda despojada de sus derechos. Esta situación no corresponde sólo a la época de los profetas o a la de Jesús. También es un hecho actual. La petición de la viuda, “hazme justicia frente a mi adversario”, es el mismo clamor que hoy elevan millones de personas débiles e indefensas, continuamente privadas de sus derechos.
Es un clamor ante el cual Dios parece hacerse el sordo, tanto en la antigüedad como en los tiempos actuales. Ante esta aparente indiferencia de Dios, a quien en el Credo llamamos “todopoderoso”, la tentación es echarle la culpa a Él y dudar de su poder. Pero la inequidad de un sistema social injusto en el que unos pocos acumulan riquezas explotando a los demás y dejándolos en la miseria, es una realidad que Dios no quiere, que se opone a su voluntad.
En otras palabras: Dios no es el culpable de la pobreza que aflige a tantos hombres y mujeres, somos los seres humanos quienes a lo largo de la historia hemos venido estableciendo y manteniendo estructuras de injusticia que constituyen la primera de todas las formas de violencia. En medio de esta situación, Jesús nos invita a solidarizarnos con el clamor de los pobres, orando con y por ellos, pero también haciendo cuanto nos sea posible para contribuir al establecimiento de condiciones que hagan posible la justicia para todos empezando por los más necesitados que son los “elegidos” de Dios.
2. La fe verdadera implica orar y actuar sin desanimarse
Otro elemento significativo del relato del Evangelio es la pregunta final de Jesús: “cuando venga el Hijo de Hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?”. La fe verdadera es la actitud de quienes no se dejan vencer por el pesimismo y siguen orando y actuando sin desesperarse. Porque el sentido auténtico de la oración de súplica a Dios no es el de un conjuro mágico que resolverá nuestros problemas sin esfuerzo de nuestra parte, sino el de una disposición constante a seguir buscando activamente las soluciones, como dice el refrán popular: “a Dios rogando y con el mazo dando”.
La unión de la oración con la acción que implica la fe en Dios, aparece representada en el relato que nos ofrece la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, del Antiguo Testamento (Éxodo 17, 8-13). Mientras Moisés se mantiene con las manos en alto -símbolo de la actitud orante-, los israelitas vencen en la batalla. Hoy podemos aplicar esta imagen a la necesidad que tiene la Iglesia de personas entregadas a Dios en la vida llamada “contemplativa”, para que la acción apostólica de muchas otras logre el fruto esperado. La energía orante hace posible la acción eficaz también cuando unimos la oración al empeño activo, sin desanimarnos ante la aparente inutilidad de nuestros clamores y esfuerzos. Esto supone una disposición de fe confiada en Dios, que está junto a nosotros, aunque a veces parezca ocultarse.
3. La Palabra de Dios nos puede dar la sabiduría para unir la acción a la oración
En la segunda lectura (2 Timoteo 3, 14 – 4,2), cuando el apóstol San Pablo le dice a su discípulo Timoteo: “la Sagrada Escritura puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación”, se refiere a lo que nosotros reconocemos como palabra de Dios. En ella encontramos de múltiples formas la invitación a orar y actuar sin desfallecer, con una fe inquebrantable en Dios, a quien Jesús nos enseñó a dirigirnos llamándolo Padre nuestro y confiando en que el Paráclito -término que en el griego del Nuevo Testamento significa abogado defensor y se aplica al Espíritu Santo- hará posible la realización de nuestras peticiones según lo que más nos convenga, pues Dios sabe mucho mejor que nosotros lo que en verdad necesitamos en una perspectiva de vida eterna.
Que al celebrar la Eucaristía, acción de gracias a Dios por el don maravilloso de su Hijo Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada, que murió en la cruz y resucitó para darnos una vida nueva, seamos renovados por el Espíritu Santo en nuestra fe, de modo que conservemos siempre el optimismo y oremos sin desanimarnos aun en medio de las situaciones difíciles de nuestra vida, sin perder la esperanza en un futuro mejor para nosotros mismos y para todas las personas, para nuestra nación y para la humanidad entera, empezando por los más desposeídos y uniendo constantemente la acción decidida a la oración confiada en el amor infinito de Dios. Así sea.
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