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Lucas 18:1-8, domingo, octubre 16 de 2022
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Por: Luis Javier Palacio, SJ
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La comparación de quien escucha la oración en el evangelio de hoy es con las características negativas de un juez que «ni temía a Dios ni respetaba a los hombres», algo poco elogioso para quien estaría encargado de impartir justicia. Los jueces habían sido una de las maneras utilizadas por Yahvéh para eliminar la violencia entre el pueblo judío. Una función que habría nacido con los ancianos de las tribus, por recomendación de Jetró a Moisés. La Biblia insiste en la imparcialidad del juez, expresando que por un lado no debe favorecer al rico ni por el otro mostrar favoritismo por el falto de privilegios; algo similar a la justicia romana. Es la supuesta imparcialidad de la diosa Themis con los ojos vendados, de manera que la justicia diera a cada cual lo suyo. Pero son los profetas los que critiquen la supuesta imparcialidad predicando que Yahvéh tiene una inclinación especial por la viuda, el huérfano y el extranjero. Las dos características negativas del juez (sin temor a Dios ni respeto por los hombres) van a estar indisolublemente unidas en el cristianismo pues al proclamar un Dios encarnado hace de la imagen del hombre una réplica de la imagen de Dios y viceversa. Por esto puede expresar la primera carta de Juan. «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4:20). En el evangelio de hoy la viuda pide literalmente venganza contra su enemigo[1]. No se nos dice si la viuda era pobre o si su comportamiento era recto. Esto sería secundario en el caso de hoy pues el hecho de ser viuda la hacía ya merecedora del cuidado y la protección de Yahvéh. Por mandato de Moisés, los sacerdotes y levitas proclamarían al pueblo: «Maldito quien tuerza el derecho del forastero, el huérfano o la viuda. Y todo el pueblo dirá: Amén» (Dt 27:19).
La forma de argumentar del evangelio de hoy es de menor a mayor[2] pues si el juez inicuo finalmente responde al clamor de la viuda, con mayor razón el juez justo que sería Dios cuando se le clama. Dios sería aún más justo que el mismo juez. Hoy, lógicamente, tal tipo de argumentación es impugnada por la posibilidad de que revele una simple proyección humana. En muchos textos de espiritualidad se expresa, por ejemplo, que mientras mi bondad es limitada, la de Dios es infinita; mientras mi justicia es limitada, la de Dios es infinita; mientras mi prudencia es limitada, la de Dios es infinita; mientras mi misericordia es limitada, la de Dios es infinita; mientras mi fortaleza es limitada, la de Dios es infinita; mientras mi sabiduría es limitada, la de Dios es infinita; mientras mi entendimiento es limitado, el de Dios es infinito y muchas otras afirmaciones similares. Pero así la imagen de Dios se vuelve más similar a la de la filosofía griega que a la del Dios revelado en Jesús. Si pensamos que la viuda puede bien simbolizar las comunidades seguidoras del evangelio de Lucas, entonces la parábola sería para mantenerles la confianza en algo de manera que no se sientan abandonadas así sea temporalmente. Deben mantenerse firmes y orar a Dios con insistencia. Sin embargo, al final del evangelio de hoy se habla de la fe que debe encontrar el Hijo del hombre cuando vuelve a la tierra, con lo cual muestra que más que referirse el texto a orar continuamente, a lo que se refiere es a tener fidelidad permanente. La pregunta decisiva no es acerca de la reivindicación divina que algún día llegaría a la perseguida comunidad cristiana, sino acerca de si los discípulos de Jesús permanecerían fieles durante las dificultades afrontadas hasta su retorno.
Hay una espiritualidad que se refleja en la obra “El Peregrino Ruso” de un hombre que busca orar de manera permanente. Al final, no encuentra otra alternativa que aceptar los latidos del corazón como dicha oración. A tal estado se llegaría mediante la oración jaculatorio: “Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten compasión de mí que soy pecador”. Entendieron la oración como matemáticamente continua. Así lo recomienda Pablo en la carta a los tesalonicenses. «Orad constantemente» (1 Ts 5:17). También en la vida monacal se buscó algo similar y aunque la norma básica benedictina era reza y trabaja, con la rama de Cluny la oración coral se lleva al doble, se abandona el trabajo físico e incluso el intelectual, viviendo de las abundantes y ricas ofrendas de los fieles, acabando con el ideal de pobreza. El oficio divino, en forma de salmodia perenne y de lectura excesivamente extensa de la Escritura, llegó a sustituir de manera harto insuficiente el estudio paciente y meditado de los textos bíblicos. La oración se convirtió en su trabajo y la liturgia de las horas ocupó prácticamente todo el día. Las horas canónicas son: Maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. En toda la Edad Media la “clase alta” era la de los “orantes” que se dedicaban solamente a la oración. Le seguía la clase de los “bellantes” (caballeros, soldados, príncipes, guerreros y órdenes militares) y la clase baja era la de los “laborantes” (tambaleantes) que trabajaban manualmente para mantener a las otras dos clases. Con la Reforma queda abolido tal sistema y el trabajo ordinario termina siendo la oración ordinaria y de alguna manera “constante”. Esto se concreta en el ideal de la Compañía de Jesús de ser “contemplativos en la acción” o, dicho de otra manera, en el principio de “encontrar a Dios en todas las cosas”. Vocación y trabajo se confunden en una misma actividad, como lo proclama en Concilio Vaticano II.
La viuda logra ser atendida por el juez debido a su persistencia, no al sentido de justicia del juez. Sin embargo, la respuesta a toda oración en el evangelio de Lucas es el Espíritu, pues Dios no puede dar nada más pero tampoco nada menos. Lo dice Jesús utilizando un argumento similar de menor a mayor: «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que pidan!» (Lc 11:13). Muchas versiones bíblicas no consignan este detalle y traducen “a los que lo pidan”. Pero el original griego dice “a los que pidan”. Es decir, que no importa qué se pida, Dios da su Espíritu. En la oración judía y musulmana nunca se piden cosas. Dice una leyenda musulmana que, si un fiel pide bienes a Alláh, su respuesta es quitarle los bienes que tiene. El apóstol Pablo, en la carta a los romanos afirma que no sabemos orar y necesitamos que sea el Espíritu el que ore en nosotros. «De igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8:26). Al fin y al cabo, la oración es para pedir a Dios que haga en nosotros lo que de todas maneras quiere hacer, pero no puede hacerlo si no se lo pedimos. Lucas es el evangelio que más se refiere a la oración y precisamente esta parábola del juez inicuo y la viuda insistente es propia de Lucas.
La expresión «pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» parece una extraña adición sin conexión con la insistencia en la oración. Parece obedecer más a la necesidad de la vigilancia recomendada en otros evangelios frente a la venida del Hijo del hombre, su parusía o segunda venida. Vendría una segunda vez en poder y gloria pues la primera habría sido en pasión y muerte. Hoy no se insiste en la parusía en este sentido, pues Jesús no volverá porque no se ha ido. Permanece en medio de nosotros por el Espíritu que precisamente es el que ora en nosotros.
[1] La traducción más frecuente es “¡hazme justicia contra mi adversario!”, pero también “desagráviame de mi agraviador”, “defiéndeme de mi adversario” y otras.
[2] En hebreo llaman este principio interpretativo “kal va-homer” y en latín “a fortiori”.
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