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Octubre 23: El que se humilla será enaltecido

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XXX Domingo del Tiempo Ordinario

Ciclo C – Octubre 23 de 2022

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Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ

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En aquel tiempo, a propósito de algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.» El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.» Les digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.» (Lucas 18, 9-14).

1. Dos actitudes contrapuestas: la arrogante del fariseo y la humilde del publicano

Para los fariseos (término tomado del hebreo que significa separados o segregados, con la connotación de incontaminados), lo que hacía válida la conducta humana ante Dios, era la práctica de unos preceptos rituales consignados en la “Torá” (los cinco primeros libros de la Biblia,) y en otros textos que hacían derivar de Moisés, en términos de un rigorismo que reducía la religión a prácticas externas de culto. Pero, además, se consideraban superiores a los demás teniéndose por justos, y por lo mismo no necesitados de salvación. Los publicanos o recaudadores públicos del tributo impuesto por el imperio romano, en cambio, eran despreciados por los fariseos como pecadores, no sólo por no practicar aquellos ritos, sino también porque, además de colaborar con el imperio romano, solían obtener ganancias con prácticas deshonestas.

El fariseo de la parábola, situado adelante y erguido como un pavo (de ahí viene el verbo “pavonearse”), comienza su oración dando gracias, pero no en el sentido de un reconocimiento del amor misericordioso de Dios, sino por considerarse superior. De modo que su agradecimiento no es una alabanza a Dios, sino a sí mismo; y precisamente por eso, su soberbia lo cierra al reconocimiento de la misericordia divina. El publicano, en cambio, quedándose atrás y de rodillas, se golpea el pecho y dice con un acto de contrición humilde y sincero: “Ten compasión de este pecador”. La conclusión de la parábola es contundente: no es el que exhibe sus méritos sino el que reconoce su necesidad de salvación, quien resulta “justificado”, es decir, aceptado o aprobado por Dios. Esto mismo es lo que dice la primera lectura (Eclesiástico o Sirácida 35, 12-14. 16-18: “El clamor del pobre -que en el lenguaje bíblico es quien se reconoce necesitado de salvación- traspasa las nubes y no descansa hasta llegar a Dios (versículo 17)”.

 

2. Hay distintos modos de orar, pero en todos sólo la actitud humilde es válida ante Dios

Existen distintas modalidades de oración según el contenido de lo que expresamos al dirigirnos a Dios:

  • La alabanza o acción de gracias a Dios por su amor que se manifiesta de múltiples formas.
  • La expresión de fe en Dios creador, salvador y santificador -Padre, Hijo y Espíritu Santo- (el Credo).
  • El ofrecimiento a Dios de lo que somos y tenemos, de nuestras intenciones, palabras y acciones.
  • La oración de petición por uno mismo o por otros, por el país, por la Iglesia o por la humanidad.
  • La oración de arrepentimiento por haber ofendido a Dios de pensamiento, palabra u omisión, en la cual, además, manifestamos nuestra disposición a reorientar nuestra vida según la voluntad de Dios.

Todas estas modalidades de la oración fueron empleadas por Jesús -incluso la de arrepentimiento, no por pecados propios porque en Él no hubo pecado, pero sí por los de la humanidad, de la cual quiso él como Hijo de Dios hacer parte, siendo verdadero hombre-. Él mismo les enseñó a sus discípulos a orar de distintas maneras. Sin embargo, todas ellas requieren de una disposición sin la cual ninguna de ellas sería válida ante Dios: la actitud humilde de quien se reconoce necesitado de salvación.

En la Eucaristía hay varios momentos en los que pedimos perdón:

  • Al comenzar decimos el Yo confieso u otras fórmulas penitenciales seguidas por la invocación Señor ten piedad (en griego Kyrie eleyson, expresión que se conservó así también en la liturgia latina).
  • Inmediatamente, en las misas dominicales y de los días de fiesta litúrgica especial, el himno en el que decimos Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor (no “que aman al Señor”, pues el don de la paz es ofrecido por Dios no sólo a quienes lo aman sino a todos los seres humanos sin distinciones), conjuga la alabanza agradecida a la Santísima Trinidad con la imploración de misericordia: Tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros
  • El Padrenuestro, modelo de toda oración, que contiene resumidas todas las modalidades anteriormente indicadas, entre ellas la petición de perdón junto con la disposición a perdonar.
  • Finalmente, cuando decimos Cordero de Dios… ten piedad de nosotros y Señor, yo no soy digno…, reconocemos humildemente nuestra necesidad de la misericordia divina.

Ahora bien, en su sentido auténtico, la oración de petición del perdón no es la motivada por un complejo enfermizo de sentimientos de culpa que llevan a la desesperación e incluso a la autodestrucción, sino por la aceptación sincera y constructiva de lo que somos: criaturas de Dios necesitadas de salvación.

 

3. Reconocimiento humilde de la gracia de Dios, al sentir satisfacción por el deber cumplido

El apóstol san Pablo, que había sido fariseo antes de su conversión, expresa en la segunda lectura (2ª Carta a Timoteo 4, 6-8.16-18), la satisfacción que siente por el deber cumplido en el desempeño de su misión, y la esperanza en el premio que Dios le tiene preparado. Pero no con la jactancia arrogante del soberbio, sino con la humildad de quien reconoce que ha realizado la tarea encomendada no exclusivamente por sus propias fuerzas, sino gracias a la misericordia y al poder del amor de Dios: el Señor me ayudó y me dio fuerzas; me libró, seguirá librándome de todo mal, Él me salvará.

Así pues, dispongámonos para orar con una actitud humilde, lo que en suma significa reconocer nuestra condición necesitada del amor infinito de Dios y pidámosle a Jesús, por intercesión de María, la humilde “servidora”, que nos conceda esa virtud de la humildad, a imagen y semejanza de Él mismo, que es el Maestro “manso y humilde de corazón”. Así sea.

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