Marcos 10:46-52, domingo, octubre 24 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ La ceguera y la sordera son dos de las limitaciones humanas graves cuando son biológicas, pero más graves aún cuando son metáfora del estado intelectual, psicológico o religioso. No tienen igual valor en las culturas pues mientras la ceguera era de gran importancia en la cultura griega, la sordera era más importante en la cultura judía. Al fin y al cabo, el Yahvéh judío no se podía ver pero sí se podía escuchar. La oración diaria del judío (¡Sehmá!, Israel, ¡escucha!, Israel) bien lo expresa. El Yahvéh judío era el dios de la palabra, de la Toráh escrita y oral, de los profetas, del diálogo, del oído, del regaño, el consuelo, la pregunta, la respuesta y también del silencio. Este último no ha sido suficientemente respetado en la interpretación de la Biblia. Mientras Yahvéh nunca fue visible, ni siquiera para Moisés[1], y estaba terminantemente prohibido representarlo en imagen ninguna, se le escuchaba cada sábado en la lectura y estudio en la sinagoga; se dirigían a él en la oración diaria; se recordaban sus mandatos en los flecos (tsit-tsit) de los mantos de los varones, en la filacterias (cajitas de cuero o madera) como adornos para la oración, en los “amuletos” (tefilim) en las puertas de las casas y otras formas más. El nombre de Yahvéh, sin embargo, no podía pronunciarse sino una vez en la fiesta del Yom-kipppur –expiación o perdón nacional–, una vez al año y por parte del sumo sacerdote.
Desde la perspectiva judía, tienen mayor contenido religioso los relatos de sordos, mudos y tartamudos que los relatos de ciegos. Los primeros eran tan incomprensibles que se atribuyen no a un castigo de Yahvéh sino a una posesión demoníaca: “demonio mudo”, “demonio de mudez”, “demonio de sordera”. En cuanto al ciego, podría considerarse un castigado de Yahvéh por pecado propio o de sus padres, como en el relato del ciego de nacimiento: “ Y le preguntaron sus disc ípulos: Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn 9:2), razonamiento que Jesús desaprueba. En el judaísmo se mezclan pobres diagnósticos de limitaciones físicas con injustos diagnósticos de castigo de Yahvéh o posesión demoníaca. Habían hecho de la salud un problema teológico en vez de biológico, algo en lo que los aventajaba la cultura griega. Se cuenta que el rey Asá fue castigado por acudir a un médico en vez de acudir a Yahvéh: “El a ño 39 de su reinado enfermó Asá de los pies, pero tampoco en su enfermedad buscó a Yahvéh, sino a los médicos”, 175 (2 Cro 16:12). Un axioma tan sencillo como Yahvéh da la salud y da la enfermedad –hoy se repite con similares palabras– tenía muy poco de científico y mucho de injusticia con el enfermo. Se le abandonaba a su suerte. El ciego Bartimeo, que para algunos en difícil etimología significaría “hijo de impureza”, incorporaría a todos los marginados social y religiosamente por el judaísmo en el evangelio de Marcos. De modo similar el leproso, la hemorroísa, el niño muerto (también era castigo la muerte prematura), el gentil, el endemoniado, el paralítico.
Bartimeo se dirige a Jesús llamándolo “hijo de David”, rememorando su fama de rey misericordioso; aunque en tiempo de Jesús era imposible lograr una genealogía que se remontara a David. Tal origen interesaba más a Vespaciano, Domiciano Trajano y las autoridades romanas trazarlo para asegurar que ninguno, alegando tal descendencia, atentara contra su dominio. Sería David uno de los pocos reyes que buscaban hacer justicia al pobre. Buena parte de los relatos de curaciones son introducidos con la petición: “Hijo de David, ten misericordia”. Esto ha llevado a pensar, con justa razón, que los relatos se recogen para exaltar la misericordia. No son propiamente curaciones como las entendemos hoy. Como en otro comentario se decía, de los tres verbos griegos utilizados para sanar (iatreuo, higieuo, therapeuo), ninguno corresponde a la idea de hoy. Serían algo así como ex-voto o manda, peregrinación o rogativa y terapia. Marcos muestra a Bartimeo identificando a David con la misericordia en vez del poder, lo cual está cerca de Jesús identificándose a sí mismo como quien no ha venido a ser servido sino a servir. Bartimeo tiene una mejor visión (como ciego) de Jesús de la de quienes lo tenían por Elías o el Bautista vuelto a la vida, un antiguo profeta o del mismo Pedro que lo veía como mesías triunfante sin pasar por la pasión. Precisamente el efecto final del contacto con Jesús es que Bartimeo lo sigue en su camino a Jerusalén, que es el camino de la pasión. Bartimeo ya había “visto” lo esencial de Jesús que era la misericordia. De ahí que para algunos es un relato de curación y para otros un relato de llamada al discipulado. Esto lo revelaría el final, pues no termina con admiración de las gentes, como en las curaciones, sino con el seguimiento del ciego. Los ciegos no tenían permitido ingresar ni al Templo ni a la sinagoga.
Resulta ambigua la petición de Bartimeo: “Señor, que vea”, problemática en sentido físico pero altamente significativa –así sea griega– en el campo espiritual. Jesús habría llamado ciegos a los dirigentes religiosos de Israel aunque físicamente pudieran ver. Buena parte de la literatura mística utiliza la metáfora de la visión para las experiencias religiosas como luz y claridad (opuestas a oscuridad o noche), iluminación (opuesta a ignorancia o confusión), sol (Dios como sol de oriente, padre de la luz), visiones proféticas (trono de Ezequiel), estrella de oriente (en el nacimiento de Jesús), luz[2] de las naciones (profecía de Simeón) y otras expresiones. Buena parte de los anteriores argumentos se esgrimieron en las famosas luchas iconoclastas que implicaron incluso guerra, en las cuales se destruían las imágenes religiosas (siglos VIII y IX) por estorbar más que ayudar a acercarse a un Dios de quien no podía haber imágenes. Se llegó a un acuerdo en el Concilio de Nicea II, bajo el supuesto de que luego de la encarnación Dios se hizo visible en Jesucristo y podía pintársele siguiendo ciertas normas, más respetadas en el arte de los “iconos” que en el arte occidental. El papa Gregorio Magno defendía las imágenes religiosas por ser la Biblia de los iletrados.
El relato sobre Bartimeo es el único en Marcos en donde se da el nombre del beneficiario; en otros relatos es indirecto como “suegra de Pedro” o “hija de Jairo”. Las palabras finales de Jesús (“tu fe te ha salvado”), quien no se atribuye a sí mismo lo que realiza sino a Dios Padre, parecen indicar la razón por la cual empieza Bartimeo la petición por una nueva visión. En los debates sobre fe y sanación o fe y milagro, se discute, aún hoy, cuál precede a cuál. Podríamos decir que la fe no crea el milagro sino que permite verlo. Milagro, ya enseñaban los rabinos, era ver lo extraordinario en lo ordinario, como cuando decimos: “El milagro de la vida”. En el Nuevo Testamento, el milagro por excelencia, el único milagro, es la resurrección, algo que no sucede solamente a Jesús sino que ha de suceder en nosotros. Incluso a toda la creación, en concepto del apóstol Pablo. Quizás el mejor indicativo de que la resurrección está presente en nuestra vida, lo encontremos en Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3:14). La carta a los colosenses se dirige a los que “han resucitado con Cristo”, aunque aún estén vivos. Resurrección, conversión, experiencia pascual, gracia, terminan siendo términos afines pues conversión es volverse al único lugar donde Dios está vivo: el ser humano.
[1] Moisés solamente puede ver su espalda según el relato del Éxodo: « Luego apartar é mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver.» (Ex 33:23). Es decir, que ve la huella que deja Yahvéh al pasar.
[2] El bautismo se llamó por siglos “fotismós” (iluminación) y aún es llamado así en la iglesia ortodoxa (Oriente).