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Octubre 31: El criterio del amor a los demás

Marcos 12:28-34, domingo, octubre 31 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ  El evangelio de hoy nos enfrenta a una dificultad mayúscula cuando afirma que el amor a los demás tiene como medida y criterio el amor a sí mismo. Si el amor cristiano es amor oblativo (ágape) y por tanto siempre en función de otros, el amor a sí mismo resulta una contradicción en los términos. Una solución ha sido entenderlo como principio de supervivencia, común a todos los seres de la naturaleza. En el caso de la violencia, incluyendo las guerras, se habla de legítima defensa que, como tal, no está avalada en los evangelios. Estos predican la no-violencia. El evangelio nos habla del amor a los enemigos y tiene como valor supremo el dar la vida por los demás, a la manera de Jesús y precisamente por los que menos lo merecerían como los pecadores. El pensamiento griego sí se centraba en sí mismo, desde la conocida inscripción del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo” . Pero las religiones orientales, por el contrario, hablan de la ilusión del “yo” a tal punto que mientras mayor interiorización haya mayor es el alejamiento de la realidad y mayor es el engaño. Igualmente, mayor es el daño a la naturaleza y a los demás[1]. El modelo griego de conocimiento se fundamenta básicamente en la introversión o introspección para alcanzar el mundo de las ideas, que el platonismo cristiano identificó con Dios y sus ideas básicas de verdad, belleza, bien y eternidad. Sin embargo, el culto griego a los héroes expresaba la admiración por aquellos que habrían sido capaces de renunciar a sí mismos para bien de los demás. Infortunadamente eran ordinariamente héroes violentos a la manera de Sansón que pierde su vida con tal de eliminar a los filisteos. Se ubican en la frontera borrosa entre el héroe y el suicida. ¿Dónde ubicamos el que se inmola para protestar (como los monjes budistas o Jan Palach en Checoslovaquia) o el mártir cristiano que conscientemente arriesga su vida? El evangelio de Juan nos dice que Jesús entrega su vida libremente y Pablo nos dice que Dios entrega a su hijo por amor (no a sí mismo) sino a la humanidad. “Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente” (Jn 10:18). “ El que no perdon ó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8:32).
Cuando Pablo, en la carta a los filipenses, alude a la encarnación se refiere a la kénosis (vaciamiento, abajamiento) de Dios que significa precisamente vaciarse a sí mismo, vaciarse de sí mismo. El Espíritu es entonces capaz de cambiar a quien se ha despojado de sí mismo conformándolo con Cristo. Este pensamiento aparece igualmente en varias escuelas místicas cristianas. Cuando el evangelio de Juan, que puede considerarse el evangelio del amor oblativo (ágape), habla de un nuevo mandamiento que nos deja Jesús, no usa como referente el amor a sí mismo sino el amor sacrificial de Jesús: “Ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13:34). El criterio del amor a sí mismo ya aparecía en el libro del Levítico como antídoto para la venganza: “ No te vengar ás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh” (Lev 19:18). Pero el nuevo criterio del amor oblativo no es el sentimiento o impulso natural de todo ser de la creación sino el comportamiento de Jesús: el hombre para los demás. No existe amor sacrificial sin la revelación del otro. El amor a sí mismo, en cambio, no necesita del otro. Para Blas Pascal la conversión es el proceso de aniquilamiento de sí mismo, porque el “yo es detestable”. Se hace el centro de todo y practica la injusticia con los demás. Cristo en el creyente hace todo lo contario: “En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado” (Gal 2:19). Es común que cuando se habla de conformarse (tomar la forma) con Cristo se piense más en su divinidad y no tanto en su pasión; menos en dejarse cambiar por el sufrimiento humano.
En el judaísmo, el amor a Yahvéh no podía desligarse de la justicia con la viuda, el huérfano y el extranjero. A Yahvéh, que era invisible, no se le podía “ver” sino en los necesitados. Por el influjo griego, amar a Dios termina en que es el único objeto digno de amor y tal amor termina, en última instancia, en amor a sí mismo. Amarse a sí mismo en Dios, como lo formulan san Agustín y san Bernardo de Claraval. Si Dios nos manda amar al prójimo no amaríamos estrictamente al otro, que no es digno de tal amor, sino a Dios en nuestro prójimo. El amor al otro sería una instancia particular del amor a Dios. Ya critica Juan tal concepción cuando dice que quien no ama a su hermano a quien ve no puede amar a Dios a quien no ve. ¿Cómo es posible que alguien tenga algún interés real por el prójimo si el amor a Dios lo ha conseguido precisamente alejándose del prójimo? Cristo no nos amaría estrictamente como somos sino que nos amaría en consideración de lo bueno y perfectos que podremos ser a través suyo. Esto es bien diferente de lo que significa un amor oblativo (ágape) de quien precisamente siendo pecadores nos amó, como escribe Pablo; de quien dice que ha venido no por los justos sino por los pecadores; no por los sanos sino por los enfermos. Si solamente puede disfrutarse de Dios y todo lo demás no tiene más valor que el uso, como lo piensa san Agustín, también nuestro prójimo termina en objeto de uso. Como en cierto pensamiento del Antiguo Testamento, la limosna y el amor al prójimo tienen como finalidad borrar el propio pecado. La gratuidad, sobre abundancia, espontaneidad del amor oblativo (ágape) desaparece. Amar se convierte en un buen negocio. Amar al prójimo por el propio bien; amar al prójimo para que éste ame a Dios. El amor a Dios termina oscureciendo el amor al prójimo.
En el judaísmo, el amor a Yahvéh no era un patrimonio personal sino colectivo. Yahvéh no era “mi bien” sino el “bien de todos”, el “bien común”. De ahí que dicho amor no podía traducirse sino en comportamiento ético, siempre en bien de los demás. Si la manera recta de amar a los demás exigiera el axioma previo de amarse uno mismo, el evangelio no traería novedad ninguna. Como antes se dijo, es la tendencia de todo ser de la naturaleza y es una idea que puede alejarnos del amor revelado en Jesús. ¿Cómo se amaba Jesús a sí mismo? No solamente no tenemos pista ninguna en los evangelios sino que más bien nos muestra lo contrario. Se solidarizaba con las necesidades y los sufrimientos ajenos. No hace ninguna curación, ninguna repartición de panes, ningún milagro en favor propio; desautoriza a Pedro que quiere librarlo de la pasión por medio de la violencia; libera de culpa a quienes lo llevan a la cruz, porque no saben lo que hacen. Si el amor a sí mismo es tan fuerte y natural, entonces el evangelio lo utilizaría como mero medio de comparación, no prescribiendo lo que no necesita prescripción. Satisfacer la necesidad ajena a menudo es bien diferente de satisfacer la propia. El amor a sí mismo nos encadena en un proceso interminable pues nunca nos amamos suficientemente según el propio criterio. San Agustín termina estableciendo que primero amamos a Dios, luego amamos a nuestra alma (platonismo), luego amamos el alma de nuestro prójimo y, finalmente, amamos nuestro cuerpo. En la cultura del mundo contemporáneo el último amor (al cuerpo) parece hoy el más importante y es un buen ejemplo del amor natural a sí mismo. Como escribía, con ironía, Chesterton: “No trates a los demás como te tratas a ti mismo; podrían no tener los mismos gustos”. Si el amor humano es de deseo y posesión, el amor sacrificial cristiano es de renuncia y entrega; de dar sin esperar nada a cambio.
 
[1] Origen de dificultadas de comprensión de Oriente y Occidente, por ejemplo en la concepción de los derechos humanos como derechos del individuo. Éste como trascendente a la naturaleza y no parte de ella, que es más ecológico.

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