El bautismo como rito ya se conocía en el judaísmo pero solamente para los prosélitos; es decir, para los gentiles que se convertían al judaísmo. El bautismo, como base de la vida cristiana, es novedad y sólo se entiende desde la experiencia pascual pues es sumergirse en la pasión y muerte de Jesús para ser como él resucitados. En el judaísmo y para los judíos, existían las abluciones (lavados parciales) básicamente de dos tipos: lavado de manos y pies prescrito para los sacerdotes en ejercicio en el Templo y el lavado de las manos prescrito por los rabinos en varias ocasiones, practicado con escrupulosidad por los fariseos. La razón, que hoy podemos interpretar como medida higiénica adecuada, tenía, sin embargo, el sentido religioso de limpiar de la impureza. El bautismo de los prosélitos era auto inmersión total en agua viva (corriente o lago de agua pura) similar al lavado purificatorio luego del parto. Para algunos comentaristas, el bautismo cristiano fue el reemplazo de la circuncisión judía que así alcanzaba también a las mujeres[1]. El judaísmo era una religión de varones adultos. La sangre de la circuncisión pasará a entenderse como la sangre (vida) de la pasión de Jesús.
Juan el Bautista, que puede considerarse como la resurrección del profetismo —el último habría sido Malaquías, 300 años atrás— predica el bautismo en las aguas vivas del Jordán, pero acompañado de la conversión, para evitar el juicio divino. Predica que no es la pertenencia a un pueblo lo que salva porque «Dios puede hacer de estas piedras hijos de Abraham». En el judaísmo el precursor del Mesías era el profeta Elías, quien no habría muerto sino que habría sido arrebatado vivo por un carro de fuego al cielo. Pero con el correr de los años se introdujeron otros conceptos de bautismo diferentes al bautismo de agua, como bautismo de fuego, bautismo de sangre para los mártires no bautizados, incluso bautismo (para judíos y pueblos conquistados). En los mismos evangelios Jesús redefine el bautismo como en Espíritu y fuego. Durante la Reforma, grupos como los anabaptistas (bautismo de nuevo) sostenían que únicamente era válido el bautismo de adultos y rechazaron el bautismo de niños. Hoy muchas iglesias evangélicas predican un nuevo bautismo para quienes proceden de otras iglesias cristianas.
Se ha discutido si la conversión debe anteceder o suceder al rito e igualmente la acción del Espíritu. «¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» (Hc 10:47). El Espíritu se ha asociado más a la confirmación. Durante siglos el bautismo fue de adultos y se celebraba junto con la confirmación y la primera Eucaristía en la vigilia pascual. También hubo la costumbre de celebrarlo en Pentecostés. Hacia el siglo VII aparece el bautismo por aspersión; aunque en algunos sitios, especialmente en Oriente, como en la iglesia ortodoxa, se mantiene la inmersión. Hacia el siglo V entra en firme la idea del bautismo como remedio al pecado original y los infantes empiezan a bautizarse “lo más rápido posible” por temor a su condenación. En el judaísmo prácticamente no juega papel ninguno la noción de “pecado original”, pues, aunque en el hombre existe tendencia al mal, ésta se endereza siguiendo la ley (Toráh) recibida por Moisés en el Sinaí. El Concilio Vaticano II, acudiendo a las fuentes evangélicas, enfatiza la triple dimensión en la que nos sumerge el bautismo como sacerdotes, profetas y reyes.
No puede negarse el valor simbólico del agua en el judaísmo, pues se asocia al Diluvio (muerte para unos y vida para otros), el Mar Rojo (libertad para los judíos y muerte para los egipcios), el paso del Jordán (límite entre la tierra de peregrinación y la tierra prometida) y la pureza universal del agua. Pero solamente en el evangelio de Marcos es Jesús bautizado sin ambages por el Bautista. En Mateo hay un debate sobre quién deba bautizar a quién. En Lucas no se menciona quién bautiza a Jesús y en Juan no se menciona dicho bautismo. Aparece, en cambio, otra expresión para quitar el pecado: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1:30). Sólo una vez, en el evangelio de Juan, se dice que Jesús bautiza, aunque luego se aclara que no era él. «Después de esto vino Jesús con sus discípulos a la tierra de Judea, y permaneció allí con ellos y bautizaba» (Jn 3:22). «Aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos» (Jn 4:2). Concebir el bautismo como remedio para el pecado, llevó a que se dilatara para acercarlo a la muerte. Incluso se aplica tal sospecha al caso de san Agustín quien lo dilató hasta bien entrada su adultez, así como el caso de Constantino, bautizado en su lecho de muerte, luego de una vida bastante agitada. San Ambrosio fue bautizado poco antes de ser elegido obispo de Milán.
La predicación de Juan el Bautista presenta similitud con la predicación de Jesús, aunque la predicación del Bautista es más bien pesimista: convertirse para evitar el juicio. En cambio la predicación de Jesús es más optimista: convertirse para que llegue el reinado de Dios. Un reinado que ya habría llegado en la persona de Jesús pero aún no llega en los demás. El Bautista, como Jesús, critica a los fariseos y saduceos «raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que os amenaza?». En el evangelio de Lucas, el Bautista invita a compartir y a no extorsionar con ideas muy similares a las de Jesús. El profetismo del Bautista tiene algo nuevo respecto al profetismo anterior. No predica en Jerusalén, como Isaías y otros profetas sino en la periferia; vive apartado de la élite del Templo, aunque su padre Zacarías fuera oficiante del Templo. Tampoco es un profeta de la corte: se mueve lejos de los palacios reales. De él se dice que es «una voz que grita en el desierto», un lugar que no puede ser fácilmente controlado por ningún poder. El lugar donde sucedieron las tentaciones del pueblo pero también sus experiencias que fundan la identidad religiosa del judaísmo. No llegan hasta el desierto los decretos de Roma ni las órdenes de Herodes Antipas. No se escucha allí el bullicio del Templo. Tampoco se oyen las discusiones de los maestros de la ley. El Bautista predica la conversión, algo que retoma Jesús y manda predicar a sus seguidores. Desde Jesús la conversión adquiere un sentido nuevo: volverse al único lugar donde Dios está vivo que es el prójimo. Pide «preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Mc 1:3). Este camino no son las calzadas romanas por donde se mueven las legiones de Tiberio; tampoco son los senderos del Templo por los que subían a la Pascua en Jerusalén. Resulta ser el camino de la cruz. Quizás haya muchos cristianos que han sido bautizados con agua, pero aún no recorren el camino de la conversión. Jesús deja el Jordán y va en busca de los pecadores sin esperar que vengan a él. Abandona el lenguaje del juicio inminente (deja el juicio al Padre) y comienza a contar parábolas que jamás se le habrían ocurrido al Bautista como último profeta del Antiguo Testamento. El Padre quiere salvar, no condenar. No es la vida austera del Bautista (se supone por influjo de los esenios) lo que atrae a Jesús sino su llamado a la conversión. Cura enfermos, defiende a los pobres, toca a los leprosos, acoge en su mesa a pecadores y prostitutas, abraza y bendice a los niños. Todo esto lo hace con un grupo de seguidores de los que espera que sigan repitiendo sus gestos. Estos muestran que Jesús sigue en medio de nosotros, que el reinado ya llegó pero aún no llega en todos y para todos. En este sentido todos estamos preparando el camino del reinado de Dios. La función del Bautista continúa con nuevos métodos para que Cristo obre en todos.
[1] En algunos pueblos musulmanes se acostumbra la ablación femenina como “circuncisión” femenina pero ha sido rechazada por muchos otros pueblos.