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Septiembre 19: La innata ambición de poder

Marcos 9:30-37, domingo, septiembre 19 de 2021 Por: Luis Javier Palacio, SJ  El sueño judío más primitivo que correspondería con el deseo o voluntad de Yahvéh era el de un pueblo igualitario: sin la esclavitud de Egipto, ni la violencia que encontraron en los pueblos durante la conquista de la tierra, ni las desigualdades que observaron durante el destierro a Babilonia. Para lograrlo tenía el judaísmo unos principios esenciales: a) Todos los judíos o todo el pueblo eran hijos de Yahvéh (ninguno lo era en particular); b) la palabra hijo (eved, en hebreo) significaba igualmente esclavo, luego todos eran esclavos de Yahvéh y de nadie más; c) la tierra era toda de Yahvéh y el judío no era más que su administrador; d) las leyes sociales (especialmente del Deuteronomio) buscaban corregir las desigualdades, y e) debían privilegiar la asistencia a la viuda, el huérfano y el extranjero. Todo este proyecto que suena tan bonito, empieza a deshacerse, especialmente, con el surgimiento de la monarquía. Contra esta predican los profetas.
Con las invasiones de diferentes pueblos, la desigualdad se acentuó en todo Israel, pues ya eran regidos por normas de pueblos que aceptaban la desigualdad como normal y voluntad de sus dioses. En la época de Jesús eran los romanos quienes gobernaban y el imperio estaba cimentado en su clasificación en clases sociales: emperadores o césares, senadores, togados, soldados, ciudadanos, esclavos y plebeyos. Además, exigían los tributos de los territorios invadidos, entre ellos Palestina. Los romanos habían consagrado el derecho romano como deseo de sus dioses que partía del axioma supremo: “a cada cual lo suyo”. Lo suyo era lo que consagraba el statu quo. Para el rico su riqueza, para el pobre su pobreza; para el amo su poder, para el esclavo su sumisión. La expresión “Roma eterna” significaba que las bases del imperio romano permanecerían para siempre por ser permanentes e inflexibles. La caída del imperio romano[1], que había fundamentado su unidad en el cristianismo, lleva a aceptar el derecho romano dentro de la iglesia.  
Deseo de poder hay en todo ser vivo de la naturaleza. Pero en el hombre hablamos de autoridad, que se confundió con el poder. La palabra latina potestas (potestad) designaba el poder que viene de la fuerza, la conquista, la coerción, las armas, la violencia, la invasión; y la palabra auctoritas (autoridad) designaba el influjo que viene del reconocimiento, de la ética, de los valores, de la moral, del prestigio, de ganarse el corazón de otros. El Nuevo Testamento alude a la autoridad pero no al poder, en su versión de la Vulgata. Tertuliano, abogado romano, utiliza “autoridad de Dios” indistintamente con “autoridad de Cristo”, extendiéndola a discípulos y testigos. Se empieza a hablar también de la autoridad de la Biblia. Para san Agustín, la autoridad de la Biblia constituye la base del auténtico conocimiento. Pero la autoridad no se tiene sino que se gana y es intransferible. Lentamente terminan confundiéndose poder y autoridad y fundiéndose en la imagen del emperador. San Agustín y otros transfieren la autoridad a la iglesia católica como último criterio de verdad. Así echan las bases para disputas y problemas posteriores. En la Reforma se dará a las Escrituras la prioridad absoluta sobre cualquier autoridad humana o institucional. La modernidad, al proclamar la autonomía de la razón y su mayoría de edad, desarrolla un pensar crítico que presenta a la razón como antitética con la mera obediencia. La autoridad de la iglesia sería carismática y no delegada ni legal.
La traducción “toda autoridad viene de Dios” (Rm 13:1) tiene una mejor versión en “no hay autoridad (o poder) sino de Dios” que más que legitimarla suministra su principio crítico. La autoridad (o potestad) no la legitima cristianamente sino el servicio. “Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar Bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve” (Lc 22:25). Con las complejas y violentas disputas del pasado sobre la autoridad o potestad de la Iglesia y el Estado, con períodos de dominio de una sobre la otra, en general los padres de la iglesia entendieron la autoridad política como necesaria para el hombre caído y como disciplina divina que expresa la ira de Dios sobre el pecador. La autoridad política serviría para guardar el vínculo social, proteger al débil y dar curso debido a las pasiones humanas –regular el tener, el poder y el valer–, ejerciendo el castigo proporcional. Pero a menudo, delito y problema mental se confundieron con pecado y posesión. Vendrán innumerables teorías sobre esta relación de lo religioso y lo civil (siguen apareciendo), al igual que las luchas por el poder (de facto) o por la autoridad (moral). La misma iglesia católica en el Concilio Vaticano II renuncia a autodenominarse sociedad perfecta y monárquica sin bendecir ninguna forma especial de gobierno.
La parábola viva del reinado de Dios como un niño, aunque no nos revela la forma de armonizar lo religioso y lo político, nos da su prueba de fuego. Iglesia y Estado justifican su existencia por el servicio al débil. Quizás la historia continúe siendo el relevo de varias formas de autoridad o poder político, económico, religioso, popular o militar, implementando formas tentativas de orden que expresen una mayor justicia, así sea relativa. Pero, igualmente, las nuevas formas serán objeto de nuevas protestas y cambios, y serán desafiadas por el valor profético del evangelio: atender al pobre, al marginado, al excluido. No hay continuidad defendible entre el poder o autoridad atribuidos a Dios y el poder o autoridad humana. En la democracia ya el poder no viene de Dios sino del pueblo que lo delega. Siempre existirá el desfase entre las pasiones humanas que no son extirpables y el llamado del evangelio a la conversión que es volverse hacia el único lugar donde Dios está vivo: el ser humano. El hombre creyente en sus dificultades mirará e invocará a un Dios omnipotente que ya nos ha desviado la mirada con Jesús hacia el impotente y sufriente en la cruz, a un Dios que sufre con nosotros, a un Dios que nos desvía la mirada a quien se ganó un puesto en la historia de la humanidad precisamente por su debilidad, no por su carácter de todopoderoso[2]. Una debilidad que es el camino a la resurrección. Solamente la fe en esta nos puede mantener con esperanza en una humanidad que no ha logrado el control adecuado de sus pasiones ni a nivel personal ni a nivel colectivo (sociedad, Estado, familia, empresa, instituciones). Somos responsables del mal manejo de nuestra pasión por el poder, así como de las víctimas que causan las estructuras de poder. En este sentido, el cristiano está siempre insatisfecho frente a todos los poderes. Como expresaba León Tolstoy, solamente un buen creyente es un buen disidente: no cree en las fantasías del poder (reyes, zares, dictadores, caudillos, etc.). Al fin y al cabo, Jesús fue víctima de las autoridades o poderes políticos y religiosos de su tiempo y con su resurrección se enseñorea sobre ellos. El cristiano reconoce en Jesús solamente el poder y la autoridad que nacen del servicio, no si buscan ser servidas.
 
[1] Se han dado muchas explicaciones de su caída siendo la más conocida la de san Agustín en su Ciudad de Dios. Roma habría caído por inmoral.
[2] El adjetivo “todopoderoso” (pantokrator, en griego) no aparece sino una vez en el Nuevo Testamento si se exceptúa el Apocalipsis. Aparece en una carta de Pablo y con sentido muy diferente al corriente: «Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso.» (2 Co 6:18). Para José María Castillo “todopoderoso” (del Credo) es herencia de los teólogos asesores de Constantino. Todopoderoso en el amor, todopoderoso en misericordia suena más concorde con el evangelio.

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