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Septiembre 25: El abismo de la indiferencia

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XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

Ciclo C – septiembre 25 de 2022

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Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ

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En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: – «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos vio de lejos a Abraham y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.» Pero Abraham le contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y, además, entre nosotros y ustedes se abre un abismo inmenso para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia ustedes, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.» El rico insistió: «Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.» Abraham le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen.» El rico contestó: «No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán.» Abraham le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, aunque resucite un muerto.»» (Lucas 16, 19-31).

1. El drama del pobre ante la indiferencia del rico

El sufrimiento de los pobres ante la indiferencia de los ricos es un tema recurrente en la Biblia. El profeta Amós, por ejemplo, de cuyo libro está tomada la primera lectura (Amós 6, 1a.4-7), critica duramente “la orgía de los disolutos”, insensibles ante la realidad de los marginados y excluidos.

El Evangelio nos presenta hoy el relato conocido como la Parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lucas 16. 19-31). “Epulón” es sinónimo de banqueteador, y Lázaro es un nombre proveniente del hebreo El’azar, que significa “Dios ayuda”. En la parábola, mientras el destino final del rico Epulón es un estado de sufrimiento eterno por no haberle importado la suerte del pobre Lázaro, éste después de su muerte disfruta de una vida feliz en lo que el texto bíblico llama “el seno de Abraham”, figura simbólica que corresponde a un estado de paz y de gozo espiritual. Estas descripciones corresponden a lo que solemos llamar respectivamente el infierno y el cielo, que no son lugares físicos, sino estados espirituales en una dimensión diferente de las del espacio y el tiempo.

 2. La pobreza de muchos no es culpa de Dios, sino del egoísmo humano

El rico epulón no se condenó por ser rico, ni tampoco porque estuviera maltratando al pobre; pero coexistía con él ignorándolo, indiferente, sin importarle su situación de miseria. Por eso su destino final es el “infierno”, es decir, el estado de sufrimiento perpetuo de quien ha optado por encerrarse en su egoísmo en lugar de abrirse activamente al Amor (a Dios, que es Amor).

A primera vista, el destino final del pobre Lázaro parecería corroborar la mentalidad de quienes predican la resignación conformista de los pobres porque en el “más allá” recibirán el alivio de su miseria. No es éste el sentido del Evangelio. El mensaje de Jesús, no sólo con su predicación sino también con sus hechos, consiste, por el contrario, en un llamado a la compasión efectiva, solidarizándonos con los pobres para contribuir a que salgan durante su vida terrenal de la situación de miseria en que se encuentran, que no proviene de Dios, sino de la injusticia social que a lo largo de la historia humana ha ido haciendo que unos pocos acumulen cada vez más riquezas a costa de un número cada vez mayor de desposeídos, marginados, excluidos, “descartados”.

3. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué debemos hacer?

¿Qué hemos hecho, qué estamos haciendo y qué debemos hacer en relación con las personas que viven en situaciones de pobreza? ¿Vivimos indiferentes, o nos duele la miseria que vemos a nuestro alrededor? ¿Nos contentamos con “no hacerle mal a nadie”, o vamos más allá, saliendo de la indiferencia insensible y contribuyendo solidariamente a la instauración de una sociedad más justa en la que todos sin exclusiones, empezando por los más pobres, vean realizado su derecho a una vida digna como personas, como hijos de Dios?

A la luz de estos interrogantes cobra todo su sentido la exhortación de Pablo en la segunda lectura (1 Timoteo 6, 11-16): “practica la justicia, la piedad (…), el amor”. La justicia es no sólo la equidad en las relaciones sociales en cuanto reconocimiento eficaz de la dignidad y los derechos de todo ser humano, sino ante todo la opción preferencial por los más pobres, que deben ser los primeros en ser atendidos; la piedad es no sólo la relación de unión con Dios mediante los ritos religiosos, sino ante todo la compasión de quien siente como suyo el sufrimiento de los demás; y el amor es no sólo el afecto hacia las personas que nos caen o nos tratan bien, o que nos pueden recompensar, sino ante todo la solidaridad con los desposeídos para buscar su liberación de la miseria. Es significativo a este respecto lo que continúa diciéndole Pablo a Timoteo en los versículos siguientes (17-19): “A los que tienen riquezas de esta vida, mándales que no sean orgullosos ni pongan su esperanza en sus riquezas, porque las riquezas no son seguras. Antes bien, mándales que pongan su esperanza en Dios, el cual nos da todas las cosas con abundancia y para nuestro provecho. Mándales que hagan el bien, que se hagan ricos en buenas obras y que estén dispuestos a dar y compartir lo que tienen. Así tendrán riquezas que les proporcionarán una base firme para el futuro, y alcanzarán la vida verdadera”.

Nos reunimos en la Eucaristía alrededor de una misma mesa en la que partimos el pan para compartir como hermanos, hijos del mismo Dios Creador, la presencia y la vida de su Hijo, Jesucristo muerto en la cruz y resucitado. Dispongámonos, movidos por su Espíritu e invocando la intercesión de María santísima, a realizar en nuestra existencia cotidiana lo que aquí significamos, compartiendo lo que tenemos especialmente con los más necesitados, para que así se manifieste entre nosotros y en nuestra sociedad la presencia de Dios que es Amor. Así sea.

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