Lecturas: Sir 27, 5-8; 1 Corintios 15, 54-58; Lucas 6, 39-45
En aquel tiempo, Jesús les dijo a sus discípulos: «¿Acaso puede un ciego servir de guía a otro ciego? ¿No caerán los dos en algún hoyo? Ningún discípulo es más que su maestro: cuando termine sus estudios llegará a ser como su maestro. ¿Por qué te pones a mirar la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no te fijas en el tronco que tienes en el tuyo? Y si no te das cuenta del tronco que tienes en tu propio ojo, ¿Cómo te atreves a decir a tu hermano: “déjame sacarte la astilla que tienes en el ojo”? ¡Hipócrita!, saca primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para sacar la astilla que tiene tu hermano en el suyo. No hay árbol bueno que pueda dar fruto malo, ni árbol malo que pueda dar fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto: no se cosechan higos de los espinos, ni se recogen uvas de las zarzas. El hombre bueno dice cosas buenas porque el bien está en su corazón, y el hombre malo dice cosas malas porque el mal está en su corazón. Pues de lo que abunda en su corazón habla su boca. (Lucas 6,39-45).
Estas enseñanzas de Jesús son parte de las que el Evangelio de Lucas compendia en el sermón del llano (correspondiente al sermón de la montaña en el de Mateo), que comienza con las bienaventuranzas, prosigue con la exhortación a la misericordia, y ahora continúa con varias comparaciones que se refieren al modo de proceder en nuestras relaciones humanas.
1.¿Acaso puede un ciego servir de guía a otro ciego?
Jesús había dicho antes (Lc 6, 37) “No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados”, y a esto precisamente se refiere lo que dice sobre la astilla en el ojo ajeno y el tronco en el propio. Es frecuente la tentación de estar juzgando y condenando a los demás sin reparar en lo que uno debe corregir en sí mismo. Ciertamente es importante la corrección fraterna, y Jesús se refiere a ella en otros lugares de los Evangelios, pero para que sea válida es preciso ante todo examinarse uno a sí mismo para ver en qué debe corregirse.
En el Evangelio de Mateo (15, 12-14) Jesús se refiere a los fariseos como “ciegos que guían a ciegos”, diciendo también que “si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo”. A ellos puede aplicarse la frase “¡Hipócrita!, saca primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para sacar la astilla que tiene tu hermano en el suyo”, pues es precisamente la hipocresía lo que caracterizaba a aquellos opositores de Jesús, unida indisolublemente a la soberbia, que los cegaba impidiéndoles reconocer sus propios errores y pecados.
2.Ningún discípulo es más que su maestro
Jesús es el Maestro por excelencia, y así lo reconocieron sus primeros discípulos llamándolo “Rabí”, título dado en Israel a los sabios y que corresponde al término rabino. Ahora bien, Él, que como Dios es la Sabiduría en persona, se hizo hombre y como tal aprendiz, primero durante su infancia y juventud en Nazaret, y luego como discípulo que fue de Juan Bautista, a quien después superó como maestro, pero del que recibió el bautismo después de haberse puesto en la fila de sus discípulos.
Él nos enseña por tanto que en esta vida debemos reconocernos como aprendices, que es lo que significa originariamente la palabra “discípulos”. La verdadera sabiduría consiste justamente en reconocer la necesidad de aprender todos los días, no en gloriarse de los conocimientos adquiridos. Es proverbial en este sentido la frase de Sócrates (470-399 a.C.): “sólo sé que nada sé”, que expresaba de esta forma la necesidad sentida por él de preguntar y preguntarse constantemente.
3.Cada árbol se conoce por su fruto… De lo que abunda en el corazón habla la boca
En la primera lectura, el libro sapiencial llamado Eclesiástico -o Sirácida por ser su autor material un sabio del siglo II a.C. de nombre Jesús Ben Sirac-, dice que “el fruto muestra si un árbol está bien cultivado, y así al discurrir se revela el carácter de una persona.”
Evocando esta sentencia, Jesús nos invita a valorar sabiamente la relación entre las intenciones, las palabras y las obras. Cuando somos sinceros -o sea honestos en el sentido propio y originario de esta virtud que se opone a la hipocresía-, nuestras palabras y acciones corresponden a nuestros pensamientos rectos. Y esto es lo que significa la última frase: “De lo que abunda en el corazón habla la boca”. Todo lo contrario de la actitud farisaica, que esconde sus malas intenciones bajo el ropaje arrogante de las apariencias.
Conclusión
En definitiva, pues, la Palabra de Dios que hoy nos trae el Evangelio se resume en la invitación que nos hace Jesús a reconocer nuestra propia realidad para corregirnos en lugar de estar juzgando a los demás, a estar en disposición constante de aprender en lugar de creer que ya lo sabemos todo, y a proceder con sinceridad en lugar de la hipocresía farisaica. Que el Señor nos conceda su gracia para vivir de acuerdo con sus enseñanzas, y como dice el apóstol san Pablo en la segunda lectura (1 Corintios 15, 58), “progresando siempre en la obra del Señor y convencidos de que nuestros esfuerzos no serán inútiles”. Así sea.
Preguntas para la reflexión
1.¿Cuál percibo que es la relación de la alegoría del ciego con la misericordia?
2.¿A qué siento que me invita Jesús con respecto a la relación entre el discípulo y el maestro?
3.¿Cómo considero que debo proceder en relación con mis intenciones, palabras y obras?