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La esperanza no defrauda

«Y esta esperanza no nos defrauda, porque Dios ha llenado con su amor nuestro corazón por medio del Espíritu Santo que nos ha dado» Romanos 5, 5   Comenzar un año es una oportunidad para revisar y actualizar nuestras metas. Hemos disfrutado de unos días de descanso, de encuentros informales con nuestras familias y con miembros de nuestras comunidades para nutrirnos afectivamente, recrearnos y fortalecernos. Nada más oportuno que este momento para acoger la invitación de la Iglesia a vivir un año santo en el que podamos fortalecer la esperanza. El Papa invita a toda la Iglesia a hacerse peregrinos de la esperanza. Hace muchos años le oí al P. João Batista Libânio, SJ, esta historia que nos regaló en el cierre del Congreso Continental de Teología en Porto Alegre, Brasil: Había una vez un niño llamado Daniel. Vivía en un pequeño pueblo de Brasil. No era muy juicioso que digamos, pero un año, al terminar sus clases recibió un regalo de su papá. Lo llevó a conocer Rio de Janeiro, una de las ciudades más hermosas de su país. Al llegar, lo primero que fueron a conocer fue el inmenso mar. Daniel estaba admirado por la belleza y la grandeza de ese horizonte sin límites que se abría ante sus ojos. Daniel pidió que pudieran entrar en el mar y se montaron en una barca para dar un paseo. Las olas crecían y el mar embravecido amenazaba la pequeña barca. Regresaron a la orilla y fueron a descansar. En la noche Daniel soñó que iba atravesando el mar en una barca y que el mar estaba embravecido. Daniel pidió a Dios que le diera la posibilidad de cruzar el mar y las dificultades de la vida. La respuesta de Dios fue: “cree, espera y ama”. El segundo día, Daniel fue con su papá a Botafogo, el barrio donde se levanta el cerro del Corcovado, sobre cuya cima está el Cristo Redentor que identifica a la ciudad. Esa mañana, sucedió un fenómeno extraordinario. Las nubes cubrían el cerro y el Cristo parecía volar allá en lo alto, sin ningún soporte ni pedestal. Daniel quedó deslumbrado con la belleza de este espectáculo. Esa noche, cuando fue a dormir, soñó que veía el gran Cristo volando en medio del cielo y le pidió a Dios que le regalara una escalera para subir hasta el cielo y así estar con Dios. La respuesta de Dios fue: “cree, espera y ama”. El tercer día Daniel fue con su papá al centro de la ciudad y conocieron iglesias y museos. Al regresar a la casa, el papá de Daniel no podía abrir la puerta. La cerradura se había dañado y la llave no servía. Por fin, luego de muchos esfuerzos, lograron entrar. Esa noche Daniel soñó que estaba frente a la gran puerta del cielo. Una puerta enorme, cerrada con una chapa muy grande y fuerte. Y Daniel le pidió a Dios que le regalara la llave para poder abrir la puerta del cielo y entrar allí, donde Dios lo esperaba. La respuesta de Dios fue: “cree, espera y ama”. Daniel somos cada uno de nosotros. El Papa Francisco dice en la bula con la que convoca al Año Santo: “He aquí porqué esta esperanza no cede ante las dificultades: porque se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, y de este modo hace posible que sigamos adelante en la vida. San Agustín escribe al respecto: «Nadie, en efecto, vive en cualquier género de vida sin estas tres disposiciones del alma: las de creer, esperar, amar»” (Spes non confundit, 3). Leyendo un libro del filósofo coreano Byung-Chul Han, El espíritu de la esperanza, me sorprendió descubrir que, para algunos, la esperanza es contraria a la acción. Dice Han: “Desde la Antigüedad, siempre se ha considerado que la esperanza es opuesta a la acción. La consabida crítica dice que la esperanza se resiste a actuar porque le falta la resolución para hacerlo, que quien tiene esperanza no actúa y cierra los ojos a la realidad. Haciéndonos concebir ilusiones, la esperanza nos distraería del tiempo presente, de la vida aquí y ahora” (Han, 37). Sin embargo, la esperanza cristiana, que se fundamenta en la fe y se nutre en la caridad nos anima siempre a afrontar el presente con la mirada puesta en el futuro. “Un presente que no sueña tampoco genera nada nuevo. Un presente así no tiene pasión por lo nuevo, entusiasmo por lo posible ni ganas de comenzar algo nuevo. Si no hay futuro, es imposible apasionarse”, nos recuerda Han en su libro (Han, 43). Acompañemos a toda la Iglesia a vivir este Año Santo renovando nuestra esperanza y dando razón a los que nos pregunten por ella, tal como lo pide el apóstol Pedro: “Estén siempre preparados a responder a todo el que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen” (1 Pedro 3, 15). Y no olvidemos a san Ignacio que en la décima parte de las Constituciones nos invita a poner solo en Dios nuestra esperanza: “Porque la Compañía, que no se ha instituido con medios humanos, no puede conservarse ni aumentarse con ellos, sino con la mano omnipotente de Cristo Dios y Señor nuestro, es menester en Él solo poner la esperanza de que Él haya de conservar y llevar adelante lo que se dignó comenzar para su servicio y alabanza y ayuda de las ánimas” (Constituciones, 812). Quiero invitarlos a iniciar el año renovando el ánimo y la esperanza. Una esperanza que tiene bien puestos sus fundamentos en la fe y que cultiva y se expresa en obras de amor. Invito a todo el cuerpo apostólico a mirar al futuro con la confianza de sentirnos en las manos de Dios. La esperanza no defrauda. Nuestros sueños y nuestra esperanza en un futuro distinto se alimentan en el amor de Dios que nos sostiene. Hermann Rodríguez Osorio, SJ Provincial Bogotá, 20 de enero de 2025

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