El verdadero amor
En el mundo en el cual vivimos existen unos principios y unos valores que no es fácil rechazar por lo atractivos y eficaces. Las personas se dejan atrapar por ellos y los colocan como prioridades en su manera de actuar y proceder. Sin embargo, vale la pena que nos preguntemos si en esas situaciones radica lo importante, lo esencial de la vida, aquello que le da sentido y nos conduce a la verdadera y auténtica felicidad. Me atrevo a pensar que no es así. Veamos. Toda persona necesita una razón de ser, un motivo para vivir, algo que sea el eje central de lo que hace, que se convierta en el motor de su quehacer. Algunos lo encuentran en el dinero, o en el poder, o en el prestigio, como lo considerábamos en el primer domingo de Cuaresma. Son las pruebas o tentaciones que encontramos en la vida. Al fin de cuentas, son algo atractivo que nos seduce y que podemos caer en sus redes si nos descuidamos. Por otro lado, la desesperanza, la tristeza, la angustia, las crisis pueden convertirse en elementos centrales de la vida de otro grupo de personas. Para quienes tenemos fe la razón de nuestra vida, el sentido de nuestra fe, la razón de la esperanza y el motor de la caridad, se encuentra en el amor que Dios nos ha tenido al “entregar al mundo a su Hijo, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna y se salve”. Más aún, el texto del evangelio de este domingo afirma que “el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. Esa es la clave para entender las cosas, para mirar la vida, para interpretar los acontecimientos que nos sucedan. San Pablo, en la segunda lectura nos dice que “ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es don de Dios. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir, porque somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos”. Somos en realidad obra del amor de Dios, no solo en cuanto al don de la vida, sino también en la obra de salvación, en lo que el mismo San Pablo llama nuestra justificación. Es el contraste con lo que narra la primera lectura, la historia de la infidelidad del pueblo de Israel que lo lleva al destierro, a sufrir la opresión, a experimentar la esclavitud. El templo de Jerusalén fue incendiado y derribadas las murallas de la ciudad. Es la experiencia del sufrimiento que purifica la pueblo, que lo hace comprender lo que significan sus malas acciones y cómo todo en la vida tiene sus efectos. Es nuestra propia historia en muchas de las situaciones y circunstancias. De una u otra manera lo hemos vivido. Hoy como ayer, la vida nos da lecciones que no podemos olvidar, nos enseña que es necesario tener esos valores que trascienden lo cotidiano, que nos dan la fuerza para superar lo negativo y contradictorio, que nos muestran lo que es y debe ser el verdadero amor, como nos lo demuestran las lecturas de este domingo. El amor verdadero se celebra en la Pascua, hacia la cual caminamos con la preparación de la Cuaresma. Vivámosla intensamente.