Con frecuencia, las personas que dan noticias lo suelen hacer para comunicarnos lo negativo, lo que hace daño, porque es lo que causa impacto, sensación y se convierte en comentario de todos en diferentes sitios y por diversas causas y razones. Algo semejante sucede cuando se dan noticias muy positivas, llenas de gozo y esperanza. No es común que una buena noticia se guarde, como le sucede a la persona del evangelio de este domingo a quien Jesús le dice “no se lo cuentes a nadie”. A continuación, el texto nos dice “pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad”.
La petición de Jesús tenía sentido en cuanto que no quería convertir la curación de este hombre en un show de los medios de comunicación de aquel entonces, la tradición oral, sino que prefería pasar desapercibido aplicando aquello de “que el bien no hace ruido y el ruido no hace bien”. Estamos acostumbrados a la información inmediata, al instante, como decimos, en vivo y en directo desde cualquier lugar del mundo. Así hemos conocido tragedias, grandes acontecimientos, crisis mundiales, eventos deportivos y tantas otras cosas. Pero me surge una pregunta ¿por qué no podemos ser anunciadores de buenas noticias?
No podemos pensar que en el mundo actual podamos hacer lo que nos dice la primera lectura cuando había un leproso en el pueblo de Israel “el que haya sido declarado enfermo de lepra, traerá la ropa descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá la boca e irá gritando: ‘¡estoy contaminado! ¡soy impuro!’ Alguien así sería lo que yo llamo anunciador de malas noticias. Situación dolorosa que no se compadece con un profundo sentido de solidaridad y de empatía que debe haber en toda persona que se reconoce como creyente. El dolor ajeno no puede convertirse en titular de prensa o en noticia de primera página.
El apóstol Pablo en la segunda lectura nos dice “todo lo que hagan ustedes, háganlo todo para gloria de Dios”. Esa es la manera como podemos convertirnos en anunciadores de buenas noticias, en sembradores de esperanza, en testigos del anuncio del evangelio, que es la buena noticia por excelencia.
Hace algún tiempo leía una historia sobre alguien que va a comentarle algo sobre otra persona a su maestro. Antes de que comience a hablar, el maestro lo invita a que lo que le quiere compartir lo pase por un triple filtro y luego considere si lo debe decir o no. Son tres preguntas que debe hacerse previamente: la primera ¿es necesario? Si la respuesta es no, debe callar. Si la respuesta es afirmativa, debe pasarla por el segundo filtro ¿es verdad? Si la respuesta es negativa, no debe manifestarlo; si es afirmativa, debe someterse a un tercer filtro ¿hace bien? Si la respuesta es negativa, debe callar, solo si la respuesta es afirmativa, podrá decirlo, pues es necesario decirlo, es verdad y hace bien. Creo que ese es el sentido de quien es anunciador de buenas noticias, pues lo que comparte, lo que comunica cumple con esos tres filtros, aunque produzca dolor el decirlo. Cómo cambiarían las cosas si cuando vamos a hablar, nos hacemos esas tres preguntas, evitaríamos hacer mucho daño y haríamos mucho bien.