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Celebramos la solemnidad de Pentecostés, cincuenta días después de la fiesta de la Pascua de Resurrección. Diez días después de la Ascensión. Las tres celebraciones van unidas: el Dios hecho hombre, que padeció, murió y resucitó, fue glorificado y subió a los cielos para estar a la derecha del Padre. Al irse, nos prometió y envió el don del Espíritu Santo, su presencia amorosa en la vida del cristiano.
Esa presencia del Espíritu Santo se hace en cada uno de nosotros por medio de los diferentes dones espirituales que recibimos, los que llamamos carismas. Estos dones nos son dados para colocarlos al servicio de la comunidad, no son para nuestro propio beneficio y provecho. Así lo afirma la segunda lectura de este domingo cuando nos dice que “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”, pues “hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”.
Por otro lado, por la fuerza del Espíritu todos somos enviados a anunciar el evangelio con nuestra vida y con nuestra palabra. Esa misión nace desde el día de nuestro bautismo cuando recibimos el don del Espíritu Santo. No podemos evadir dicha responsabilidad, no podemos darle la espalda al anuncio de la buena noticia. Por todo lo anterior, podemos afirmar que el don y la misión, lo que recibimos para el bien de todos y lo que anunciamos a todos, es la forma como el Espíritu Santo se hace presente en nuestras vidas y nos lleva a vivir el compromiso propio del cristiano que se traduce de una manera especial en el testimonio de vida.
La acción del Espíritu en la vida de las personas se percibe de diversas maneras: para unos, es la vocación al servicio de los hermanos en los diversos campos del quehacer humano como la educación, el cuidado de los enfermos, el trabajo con los presos, con las personas desamparadas o necesitadas como los niños y los ancianos. Todos esos campos permiten hacer vida los dones y ponerlos al servicio de los demás.
La misión que todos tenemos se puede vivir en los diversos estados de vida, asumiendo seriamente el compromiso de ser anunciadores de un reino que ha de ser de amor, vida, verdad, justicia, gracia y paz. Así, desde el Papa hasta el último creyente por sencillo que sea, estamos llamados a ser testigos del evangelio. Unos lo harán como pastores, otros como religiosas o religiosos, algunos más, quizás la mayoría, desde su estado de vida laical bien sea como esposos cristianos o como laicos solteros. Son las diversas vocaciones a las cuales somos llamados, las cuales son parte de la misión.
Creo que ha sido importante para nuestra vida como creyentes, recuperar y revitalizar la experiencia de la vida en el Espíritu, experiencia clave, pues nuestra fe no es ni puede ser solo una fe centrada en la persona de Dios como Padre y de Dios como Hijo. Es también la fe en el Dios Espíritu que ama y santifica.