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Con frecuencia hemos oído el refrán “la esperanza es lo último que se pierde” y otro que dicen algunos “esperar contra toda esperanza”. Me pregunto por qué somos tan pesimistas, tan dados a mirar las cosas de una manera negativa, a ser tan trágicos cuando vemos ciertos acontecimientos y situaciones.
Es cierto que la realidad es compleja, que los problemas son serios, que las soluciones no están al alcance de la mano, que no es fácil hacerle frente a todo este caos que nos desborda. Sin embargo, hay ciertos signos que nos permiten abrigar la esperanza de un mañana mejor para todos. Algunos pueden preguntarse por qué estoy hablando de esta manera.
Si leemos el texto del evangelio de este domingo, en conexión con la primera lectura, encontramos el sentido de la fiesta que hoy celebramos, la Ascensión del Señor, la cual puede llamarse la fiesta de la esperanza cristiana. La Ascensión del Señor, cuarenta días después de la resurrección, invita a los creyentes a caer en la cuenta de la realidad que nos espera: ser glorificados, siguiendo el ejemplo de Jesús. Él fue el primero, luego seguiremos los demás. Se cumple así lo anunciado por el apóstol Pablo en cuanto que la resurrección nos abre a la plenitud de la gloria que nos espera. Seremos parte de esa gloria que Jesús ya ha recibido. Es nuestro intercesor ante el Padre y subió, como Él mismo lo dice, para enviarnos el don del Espíritu Santo, presencia y amor de Dios en nosotros, quien ha de revelarnos la verdad completa, como lo dice el mismo Señor.
Así como la Ascensión le da un sentido pleno a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, también para nosotros la gloria que nos espera es anticipada por la glorificación del mismo Jesús. A esa luz debemos mirar los acontecimientos de nuestra vida diaria, el sufrimiento, la enfermedad, los problemas que nos aquejan, las dificultades de diverso tipo, la pérdida de los seres queridos. Si estos sucesos los miramos con un sentido pesimista, todo se nos vuelve, por decirlo de alguna manera, en un infierno, no hay solución posible y estamos sumergidos en el caos.
Lo que decimos a nivel personal, lo podemos aplicar al nivel institucional y social. Como dice el adagio “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Siempre existe la posibilidad de un mañana mejor, porque cada noche anuncia un nuevo amanecer, porque no podemos quedarnos maldiciendo la oscuridad, porque el dolor purifica y porque después del viernes santo se anuncia la mañana gozosa del domingo de resurrección. Muy seguramente, quienes lean esta columna puedan pensar en su propia vida y en su propia historia. Eso está bien.
Los invito a analizar con cuidado y encontrarán que los signos de esperanza son más que las situaciones complejas y negativas, que si ponemos en una balanza lo bueno y lo malo que nos sucede, pesa más lo positivo que lo negativo y así el balance debe llenar de esperanza a quien hace dicho balance. Esa esperanza la tenían los apóstoles en la ascensión del Señor. Es la misma que debemos tener nosotros para nuestra vida, aun en los momentos más críticos y difíciles de la misma. Ese es el sentido de la esperanza para quien tiene fe. Y nosotros tenemos esa fe.