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Hablemos de santos y difuntos

Pensando en Voz Alta

Por: Enrique A. Gutiérrez T, SJ

Pensando en voz alta | 01 de noviembre de 2020

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El 1 de noviembre es la fiesta de todos los santos, sean estos canonizados o no. Lo que se reconoce es a todas aquellas personas que durante su vida fueron testimonio y ejemplo de vida cristiana, teniendo en cuenta sus defectos y limitaciones que, entre otras cosas, todos tenemos. No pretendemos decir que aquellas personas a quienes llamamos santos y santas fueron perfectas, intachables. Lo que reconocemos es su esfuerzo por ser cada día más fieles a la vocación a la cual el Señor las llamó y a la misión que les confió. Más que en la perfección de su vida, nos fijamos en la lucha constante por ser cada día mejores, por lograr una mayor coherencia entre su palabra y sus obras. Eso es posible para cualquier persona que quiera esforzarse y ser coherente, no se le pide una utopía o un imposible.

Por otro lado, íntimamente unido a la celebración del día anterior, está el 2 de noviembre como día de la conmemoración de todos los difuntos. Es la fecha en la cual la Iglesia nos invita a recordar a todos los seres queridos que se nos fueron, se separaron físicamente de nosotros, para que oremos por todas esas personas. Es un día que nos habla de relación, comunicación y solidaridad. Nosotros seguimos en el acontecer diario de la vida, tenemos dificultades, tensiones, problemas y conflictos. Quienes se nos han anticipado en el paso a la plenitud de la vida, ya están gozando de la plena posesión de aquello que nosotros seguimos anhelando y esperamos alcanzar. Es una celebración para llenarnos de esperanza, para comprender que la existencia mortal termina, llega a un final; la vida, en cambio, no se acaba, se transforma, se abre a esa dimensión de trascendencia que todos deseamos y buscamos.

El 1 de noviembre nos habla de plena posesión, de felicidad compartida. El 2 de noviembre nos expresa un profundo sentido de esperanza, de algo que esperamos alcanzar, de un ir caminando hacia esa plenitud que han alcanzado quienes llamamos santos.

Considero que mirar la realidad de la muerte desde la esperanza debe ayudarnos a no tener una mirada trágica ante la realidad por la cual todos debemos pasar. La fe nos habla de la plenitud de la vida, “de un lugar que el Señor nos está preparando, que tiene muchas mansiones”. Más aún, nos dice que “cuando venga y nos lleve, estará Él en nosotros y nosotros en Él y seremos uno”. No debemos buscar más para fortalecer nuestra esperanza, el Señor no nos va a fallar, cumplirá su palabra, pues nos ha dicho “todo aquel que cree en mí, aunque muera vivirá para siempre”.

Ese vivir para siempre es sentirse realizado, es alcanzar la felicidad plena como lo expresa el texto del evangelio del 1 de noviembre al hablarnos del camino de las bienaventuranzas o el sendero para lograr la verdadera felicidad al decirnos “felices los pobres, los que lloran, los compasivos, los que sufren, los que tienen hambre y sed de la justicia, los pacíficos, los limpios de corazón, los que son perseguidos”. Es cierto que todo esto nos parece contradictorio, pero es el auténtico camino de la felicidad, de la verdadera y no de la aparente, no de la que surge de tener y poseer, que pasa tan fácil como el humo o el viento. De ahí que la unión de estos dos días y su relación tiene pleno sentido, al reflexionar sobre santos y difuntos.

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