Domingo de Pentecostés, cincuenta días después de la resurrección del Señor. La fiesta del Espíritu Santo, regalo de Jesús a la comunidad de creyentes, como la manera de estar presente de una manera diferente después de la Ascensión del Señor. Espíritu que fortalece y anima, Espíritu que transforma e ilumina, Espíritu que nos conduce a la verdad plena, que es vida y amor.
Durante mucho tiempo, podemos decir que siglos, la Iglesia vivió con cierto olvido del Espíritu Santo. Nuestra experiencia de vida cristiana estuvo muy centrada en la persona de Jesús, sin que esto sea malo, y por Él al Padre. Nos olvidamos de esa presencia personal que es el don prometido por Jesús, cuando afirma “reciban el Espíritu Santo” por quien podemos decir “Jesús es Señor”, por quien recibimos diversidad de dones, desempeñamos diversidad de ministerios y tenemos diversidad de funciones; al mismo tiempo se nos dice que “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”.
Si leemos con cuidado la primera lectura de este día vamos a descubrir que los apóstoles cambiaron de actitud después de recibir al Espíritu Santo. Su timidez se convirtió en valentía, tanto que llegaron a desafiar a las autoridades judías, proclamaron que lo que hacían era en el nombre del Señor Jesús, dieron testimonio de la fe que profesaban con su propia vida, se convirtieron en mártires, testigos del evangelio que anunciaron.
El Espíritu es quien llama a cada persona a realizar una misión en el mundo y en la comunidad de creyentes. Es el mismo Espíritu quien nos da la gracia, entendida como fuerza, para asumir la propia vocación. Así entenderemos mejor lo que significa vivir la propia vocación como misión. Es al mismo tiempo, llamado y envío. Por eso somos bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La comunidad de Dios se hace presente en nuestra propia vida y nos impulsa a hacer realidad lo que nos dice al final del evangelio de Mateo “vayan por todo el mundo, hagan discípulos y bautícenlos”.
El momento que viven la Iglesia y el mundo exige personas comprometidas, dispuestas a ser testimonio vivo de su fe y a contribuir a la construcción de un mundo más justo y más humano, más fraterno y más en paz, donde sea posible realizar los valores del evangelio en la vida ordinaria.
Celebrar la fiesta del Espíritu Santo es tener la oportunidad de sentirnos Iglesia, de vivir como comunidad de creyentes que celebran su fe. Es experimentar la acción de un Dios que es Padre, que es Hijo y que es Espíritu. La vida en el Espíritu es el don que Jesús nos deja y, al mismo tiempo, es el don que podemos compartir con los demás.