Pensando en voz alta | 31 de mayo de 2020
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Pentecostés, cincuenta días, venida del Espíritu Santo. Todo esto tiene conexión. Es lo que celebramos este domingo. Cincuenta días después de la celebración de la Pascua, tenemos la fiesta del Espíritu Santo, también llamada Pentecostés por la palabra griega que quiere decir 50 días. Es la fiesta en la cual celebramos al Dios que es Amor, que es Santificador, que es Consolador, que es el Espíritu de la verdad.
Pensaba en estos días que la fiesta de Pascua es la celebración de la fe, es el misterio central que tenemos nosotros los creyentes, es la solemnidad de las solemnidades, como lo expresa la liturgia. La Ascensión del Señor, fiesta que celebramos hace pocos días, es la solemnidad de la esperanza, donde se nos presenta la gloria que esperamos alcanzar siguiendo los pasos de nuestro hermanos mayor, el Señor Jesús.
Esta fiesta, la de Pentecostés, es la solemnidad del Amor hecho persona, es el don que Jesús prometió a sus discípulos para confirmarlos en la verdad, es la fuerza de Dios que actúa en nosotros. El don del Espíritu es la manera como Jesús se hace presente en nosotros después de haber subido a la gloria del Padre. Es la savia que alimenta nuestra vida, como cristianos y como testigos de esa fe que hemos recibido en el bautismo.
Por otro lado, si miramos la realidad de nuestra vida, si analizamos lo que es nuestro actuar cotidiano, podemos encontrar que en nuestro interior hay algo que nos impulsa a hacer o dejar de hacer determinadas cosas, eso lo solemos llamar el espíritu. Decimos de la persona que actúa movida por esa fuerza interior que es alguien que tiene espíritu. Eso que vemos en lo puramente humano, es lo que sucede en nuestro interior por la fuerza y la acción del Espíritu. Nos impulsa al amor, nos mueve a la solidaridad, nos fortalece para el testimonio.
Si miramos lo que es la vida de una madre, dedicada a sus hijos, especialmente si están enfermos; el cuidado y la paciencia de un educador o educadora; la entrega de una enfermera dedicada a sus pacientes terminales; la consagración de un sacerdote, un religioso, una religiosa en regiones apartadas en medio de condiciones precarias; si contemplamos el trabajo callado y silencioso de muchas personas en los oficios que sirven a la comunidad, podemos preguntarnos qué hace a estas personas ser lo que son, hacer lo que hacen. La respuesta es clara: el Espíritu actúa y por su acción esas personas actúan con amor y entrega. Son verdaderos servidores de los demás.
Ese don lo recibimos en cada uno de los sacramentos como los medios privilegiados para comunicarnos la gracia. Son los medios que tenemos como comunidad de creyentes para alimentar y fortalecer nuestra vida cristiana. Debemos hacer posible en nuestra vida el que Dios actúe como Dios, el que su Espíritu de amor se nos comunique y nos dé la fortaleza necesaria para el camino de la vida. Abrir nuestro corazón a la acción del Espíritu de Dios es permitir que su vida se comunique y se realice en nosotros la transformación que podemos lograr cuando somos dóciles a ese mismo Espíritu.