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La misión que nos confía el señor

Pensando en Voz Alta

Por: Enrique A. Gutiérrez T, SJ

Siempre he pensado en lo que significa que el Señor lo llame a uno, lo escoja para una vocación y una misión determinadas. Es lo que nos dice el evangelio de este domingo. Cuando pienso en este pasaje, recuerdo con gozo y alegría el día de mi ordenación sacerdotal. La razón es muy sencilla, parte de este texto lo coloqué en la tarjeta de participación de mi ordenación. Es el que dice “no me han elegido ustedes a mí, soy yo quien los he elegido; y los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto dure”.

Resuenan en mis oídos las palabras del obispo el día de mi ordenación, revivo los momentos de mi primera misa y siento esa dicha como si la estuviera viviendo en este momento, han pasado 47 años y medio. Es la conciencia de haber sido escogido no por mis méritos, ni por mis cualidades, sino por la bondad y la gracia del Señor, porque me quiso llamar a ejercer un ministerio de amor y de servicio en favor de mis hermanos, para que fuera su presencia en medio de la comunidad, siendo un puente entre El y las personas, buscando que se acerquen a Dios, que se reconcilien con El. Llamado a ser ministro del perdón, considero que es un ministerio que tiene pleno sentido en el contexto que vivimos.

La misión es dar fruto abundante. Es la tarea que tenemos todos como cristianos, no solo los sacerdotes y los religiosos, sino todos los bautizados. Es el compromiso de ser constructores del reino de Dios acá en la tierra. Sabemos que no es fácil, dadas las actuales circunstancias y los problemas que vivimos. Pero estamos llamados a ser profetas de la esperanza, sembradores de paz y justicia, ministros de la verdad. Ahí, en todos esos campos, nos la jugamos por Cristo, es la misión que nos ha encomendado. Asumamos dicha tarea con entusiasmo y pongámosla por obra.

El amor ha de ser el distintivo del cristiano, ha de llenarlo de luz y esperanza, ha de mostrarle la posibilidad de un futuro mejor. Pero debe ser un amor hecho vida real en lo ordinario y cotidiano de la vida. Nos deben reconocer por la manera como nos amamos, para cumplir el precepto de Jesús “ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Ese amor no es algo abstracto, es algo profundamente encarnado, real, palpable y eficaz. Eso cambia las relaciones interpersonales, cambia a las personas, poco a poco cambia el mundo.

Me he preguntado por qué pensamos siempre que amar es difícil, lo colocamos como algo inalcanzable. Pensamos que eso es algo para personas privilegiadas que tengan unas cualidades superespeciales. Al ver las cosas desde lo espiritual, entiendo que no es algo tan lejano y distante, sino que es cercano y posible. Mi invitación a quienes leen esta columna es a tomar la decisión de amar, comenzando desde hoy mismo, superando obstáculos, dificultades y prevenciones. Sabiendo que podemos fallar más de una vez, que no nos va a hacer diferentes el aceptar nuestros errores, debemos empezar a construir ese nuevo horizonte con el que todos soñamos. Es la misión que Jesús nos confía.

Hoy, miremos hacia dentro de nosotros mismos, preguntémonos cómo estamos asumiendo la misión que el Señor nos ha encomendado y vivámosla.

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