Es muy fácil hacer afirmaciones a la ligera. Es muy sencillo condenar a las personas desde nuestra orilla cuando nos creemos impecables, perfectos, intachables y nos sentimos con derecho a lanzar la primera piedra. Nos hemos llevado las manos a la cabeza porque en los últimos meses hemos conocido pronunciamientos de las autoridades de justicia competentes sobre posibles delitos cometidos por personas influyentes. Pero, ¿podemos de ahí, sacar la conclusión de que esas personas son culpables, las podemos condenar sin que la justicia haya emitido un fallo?
El texto del evangelio de este domingo nos da una lección sobre nuestra manera de juzgar a las demás personas. El relato sobre la mujer adúltera nos enseña muchas cosas: en primer lugar, quiénes somos nosotros para considerarnos jueces de la conducta y el comportamiento de los demás. ¿Por qué nos consideramos impecables, exentos de toda falta y, por lo tanto, autorizados a hacer afirmaciones como la de “esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio”? Más aún, reclaman para ella la aplicación de la ley: “Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres”.
Es la aplicación rígida de una norma. Su astucia no se queda ahí, va más allá al preguntarle “¿Tú qué dices?”. Han apelado a la conciencia de Jesús. Él conocía sus intenciones, por eso les responde “aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Jesús está de acuerdo con la ley de Moisés, pero les devuelve la pregunta, apela a la conciencia de cada uno, lo invita a examinarse delante de Dios y de sí mismo y se pregunte si puede ser quien lance la primera piedra para castigar la falta.
El texto continúa y nos presenta la reacción de quienes habían llevado a la mujer “al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos”. La conciencia les hace caer en la cuenta de que no son inocentes, que muy seguramente son responsables de lo que la mujer ha hecho. Quedan solos Jesús y la mujer. El diálogo siguiente nos enseña el llamado a la conversión que hace Jesús dentro de un profundo clima de respeto por la mujer acusada de adulterio. “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” La respuesta es sincera “nadie, Señor”.
La afirmación de Jesús, el inocente, el que conocía las conciencias de las personas, el único sin pecado en aquella escena le dice a la mujer “tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”. ¿Haríamos nosotros lo mismo? ¿Usaríamos la misma actitud de Jesús? ¿Seríamos igualmente comprensivos? ¿Aplicaríamos la misma pedagogía: Inflexibles con el pecado e inmensamente compasivos con el pecador? Al leer con atención este pasaje y su aplicación para la vida encontramos que es un cuestionamiento a nuestra fácil manera de juzgar a las personas y, sobretodo, a preguntarnos cada uno si estaría dispuesto a lanzar la primera piedra.