Pensando en voz alta | 29 de septiembre de 2013
Por: Enrique A. Gutiérrez T., S J
El mundo en el cual vivimos es un mundo de contrastes, más aún, es un mundo marcado por las contradicciones. Encontramos los países aglutinados en norte y sur, en alineados y no alineados; las personas las diferenciamos por el color de su piel, por su credo religioso, por su opción política y por su género. Los bienes de fortuna también establecen discriminaciones que, en muchas circunstancias, generan conflictos y agudizan las contradicciones.
Cuando miro el entorno de nuestras ciudades me impresionan los cinturones de miseria en muchos casos, de viviendas no muy dignas en otros, de personas excluidas y marginadas en la mayoría de las situaciones. Esos contrastes son fuertes, golpean e interrogan. Nos preguntamos por qué se dan esas situaciones y casi siempre se nos sale un “pobrecitos”, es que esa es su situación, nada puede cambiarla. Y me pregunto si, como creyentes, que queremos vivir un compromiso serio en nuestra vida cristiana, podemos quedarnos tranquilos, permanecer indiferentes y creer que ya hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance para ayudar a solucionar los diferentes problemas que nos aquejan.
El texto del evangelio de este domingo es una oportuna reflexión para esta actitud. Las contradicciones existen, somos nosotros los que podemos asumir un compromiso serio para hacer que las cosas sean diferentes, que las situaciones de marginalidad y discriminación, de trato injusto terminen y podamos empezar a construir un nuevo país, una nueva cultura, donde la fraternidad y la solidaridad sean posibles. No siempre pueden mantenerse situaciones como las del rico Epulón “hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente” o como la del pobre Lázaro “un mendigo, yacía a la entrada de la casa del rico, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico”.
La respuesta que trae el texto nos ayuda a comprender mejor lo que estamos interiorizando “recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos”. La petición que hace el rico para que avisen a sus otros hermanos es, por decir lo menos, incoherente. Se ratifica esto en las palabras finales del texto “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto”.
Surge entonces la pregunta sobre cómo empleamos las riquezas, qué tan apegado está nuestro corazón a las riquezas, qué sentido de solidaridad tenemos. La respuesta a cada una de estas preguntas nos colocará bien del lado de los insensibles y duros de corazón, o del lado de los compasivos, de los solidarios. El punto no es qué tanto podamos tener, sino en qué medida hacemos que nuestros bienes tengan una función social, una proyección hacia los demás. Repito, las contradicciones se dan, no las podemos ocultar o negar. La clave está en las actitudes que asumamos, en lo que queramos hacer desde el fondo del corazón. Eso cae en el campo de la libre elección.