Suena paradójico el titular de mi columna de esta semana porque no estamos acostumbrados a movernos en contradicciones, en opuestos, en extremos. Sin embargo, la realidad de la vida está marcada por los contrastes. Las cosas no pueden ser ni blancas ni negras, no todo puede ser alegría o tristeza. Es una mezcla de sabores, es algo que podemos llamar agridulce. De la manera como asumamos estas situaciones opuestas, depende en gran parte, el sentido de nuestra vida. Podemos vivir en la ilusión, en la euforia exagerada, o en el desánimo o desaliento permanentes. Una vez más, todo depende de la actitud que asumamos.
En la primera lectura tomada del profeta Jeremías, encontramos una primera contrastación, se
da entre la manera como ha procedido el pueblo de Israel y la manera como Dios busca reconciliar consigo a su pueblo, llega a decir, por boca del profeta “yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo… voy a poner mi ley en lo más profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones… ellos rompieron mi alianza y yo tuve que hacer un escarmiento con ellos… todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando yo les perdone sus culpas y olvide para siempre sus pecados”.
Más aún, en la segunda lectura tomada de la carta a los hebreos se afirma “a pesar de que era el Hijo, aprendió a obedecer padeciendo, y llegado a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen”. Jesús vivió estas paradojas, debió morir para que tuviéramos la vida, padecer para liberarnos. Es la dinámica de la historia de la salvación, la manera como Dios hace posible la redención de la humanidad, el restablecimiento de la relación de amistad entre Dios y la humanidad. Allí estamos incluidos todos.
El evangelio se hace vida al hablarles Jesús a sus discípulos con una comparación tomada de la
vida del campo, de las tareas que todos ellos conocían, la manera como se debe sembrar el trigo en la tierra, debe pudrirse, morir, para que salga una nueva planta. Es lo que decíamos al comienzo de esta columna, hay que morir para vivir, para producir fruto, para dar una buena cosecha, de lo contrario, la esterilidad y la infecundidad harán su aparición. El ejemplo debió darles una lección muy clara a los discípulos para comprender el sentido de la pasión para alcanzar la gloria, el aparente fracaso era el paso necesario para llegar a la victoria.
Vale la pena que nos preguntemos en cuál de las actitudes nos encontramos, si queremos morir para vivir, lo cual significa dejar a un lado nuestros caprichos, gustos personales, para comprender que en la medida en que asumamos las actitudes a las cuales nos invita Jesús podemos seguirlo de una manera real y verdadera. La obra de construcción del reino no se hace con nuestros criterios, a nuestra manera, se hace al estilo de Jesús. Por eso, el dar fruto depende de la manera como muramos a lo propio, a nuestra manera personal de hacer las cosas.
Pienso en tantos hombres y mujeres que lo han dejado todo para entregarse al servicio de los demás, es decir, que han muerto simbólicamente para vivir en el amor y el servicio, colaborando en la felicidad de otros, ayudando a que puedan darle sentido a sus vidas. Ese es el verdadero sentido del morir para vivir. No todo es tan negativo como puede parecer.