Pensando en voz alta | 14 de febrero de 2021
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Con frecuencia nos sucede algo semejante a esta situación: alguien comenta algo sobre otra persona; inmediatamente nos dice “por favor, no se lo digas a nadie”. Y así se va esparciendo la noticia, el rumor, el chisme o el comentario que puede ser positivo o negativo, benévolo o malévolo. Se forma una cadena en la cual el interesado es el último en enterarse de lo que se dice y lo que sucede.
Situaciones como la anteriormente descrita nos suceden con mucha frecuencia, más de lo que podemos imaginar. Si cada persona pensara en el bien que puede hacer guardando silencio y el mal que causa cuando da pie a esos comentarios, los propicia, promueve y difunde. Esto nos hace comprender que aquello de “el ruido no hace bien y el bien no hace ruido” es muy cierto. Es algo que debemos aplicar en lo cotidiano de la vida. Nos hace ser más cautelosos en los comentarios sobre las personas, no causamos daño y no debemos asumir la responsabilidad por palabras dichas a la ligera, sin la ponderación adecuada.
Sin embargo, la situación del pasaje del evangelio de este domingo es muy distinta. Ese “no se lo digas a nadie” pronunciado por Jesús es en un contexto completamente diferente. El leproso le había hecho una petición a Jesús “si quieres, puedes limpiarme”. La respuesta del Señor no se hace esperar “quiero: queda limpio”. Y a continuación le añade en forma severa “no se lo digas a nadie”. Nos dice a continuación el texto “cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones”. ¿Por qué lo hacía? Veamos.
El haber sido curado, liberado de una enfermedad, era algo que aquel hombre no podía guardarse. Era cierto que el Señor le había ordenado que no lo dijera a nadie, pero la alegría de ese leproso era incontenible, aplicaba lo del adagio “pena compartida es media pena; alegría compartida es doble alegría”. Sentía en su interior una fuerza muy grande que lo impulsaba a dar testimonio de lo que le había sucedido.
Qué distintas serían las cosas si nosotros divulgáramos las cosas buenas de los demás, aquello que nos permite reconocer su bondad, su amor, su capacidad de servicio. Las relaciones interpersonales cambiarían de una manera radical si pusiéramos en práctica este principio de promulgar lo bueno, lo que ayuda, lo que hace bien. Si aplicamos el “no se lo digas a nadie” para callar lo que no hace bien, lo que causa daño, lo que lastima y produce heridas, estaríamos contribuyendo a un mejor ambiente por el aporte de todos.
Sería bueno que antes de “decirle algo a otra persona sobre alguien” pensáramos en un triple filtro: ¿es algo bueno?, ¿es verdad?, ¿es necesario? Si encontramos que la respuesta es un no a alguna de las tres preguntas es mejor callar. Si, por el contrario, encontramos que es un sí claro a las tres preguntas, podemos estar seguros de que es algo bueno, positivo y ayuda. Sepamos aplicar el valor del “no se lo digas a nadie”.