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Penas y glorias en la vida

Pensando en Voz Alta

Por: Enrique A. Gutiérrez T, SJ

Febrero 23, 2018

«Quien lea esta columna se ha puesto a pensar por un momento en lo que sería la vida ¿si toda ella estuviera marcada por el sufrimiento? Sería insoportable, imposible de vivir, nadie tendría la fortaleza necesaria para sobrellevar semejante cruz, viviríamos con un semblante triste. Lo contrario, el que todo sea gozo y alegría, haría de nuestra existencia algo rutinario, monótono y tedioso; no tendríamos desafíos para enfrentar, logros para alcanzar, no tendríamos la satisfacción del triunfo alcanzado y de la victoria conquistada.

Todo extremo, como dice el adagio, es vicioso, no es sano. Viene a mi memoria un adagio popular “ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”. Es la sabiduría y la filosofía de la gente sencilla la que nos ayuda a comprender la realidad de la vida, las complicaciones que tiene, las actitudes que debemos asumir. Dentro de esta visión el Evangelio de hoy nos presenta una lección maravillosa. Veamos. La escena de la transfiguración de Jesús encierra varios elementos: el primero de ellos, el hecho en sí. Era un anticipo de la gloria que se iba a dar como consecuencia de la resurrección de Jesús.

En Él, se anticipaba nuestra glorificación. El segundo elemento es la conexión con la pasión y la muerte de Jesús. Era un acontecimiento que se iba acercando. Era casi inminente. No se podía permitir el escándalo y la desbandada de los discípulos. El padecimiento y la cruz tenían un sentido dentro del plan de salvación. No era la cruz por la cruz. Era el paso necesario para alcanzar la gloria.

Dicho de otra manera, debía pasarse por el viernes santo para llegar al domingo de resurrección. Estamos acostumbrados a cargarle las tintas a la parte negativa en nuestra vida, casi siempre nos olvidamos de lo positivo. La invitación es a establecer un sano equilibrio entre lo uno y lo otro. Las situaciones no son completamente negativas, negras, como para decir que vivimos en la completa oscuridad; tampoco son absolutamente positivas, digamos blancas, como para saltar de la dicha y la alegría. Son un claroscuro, digamos gris, donde se mezclan las dos realidades, los dos colores.

Todo el secreto para afrontar las cosas está en nosotros, en cada uno. Esto nos muestra cuál debe ser la actitud que debemos asumir ante el dolor, el sufrimiento y la enfermedad. Son oportunidades que tenemos para crecer. Y para saber cómo afrontarlas tenemos la fortaleza que nos dan esos momentos y situaciones de gloria y regocijo. De los unos debemos salir fortalecidos para vivir los otros. No podemos engolosinarnos con lo glorioso, como si fuera la única realidad que existe.

Tampoco sumirnos en la tragedia y el dolor, como los que no tienen un horizonte más amplio para ver las cosas. El Monte Tabor y el Monte Calvario se unen en la realidad de la vida, en lo que podríamos llamar la montaña de la existencia, el camino que nos conduce a la plenitud, que nos permite sentirnos satisfechos del deber cumplido, de la misión realizada y del compromiso hecho vida. Toda noche tiene su amanecer y todo dolor engendra esperanza. Vivámoslo.

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