Todos, de una u otra manera, pensamos siempre primero en nosotros, en las personas que nos son más cercanas, sean familiares o amigos, buscando su bienestar, lo que los pueda favorecer, evitando todo aquello que los pueda perjudicar. Si es necesario, ponemos en riesgo nuestra propia vida con tal de verlos felices. Aparentemente, es una actitud razonable. Sin embargo, vale la pena reflexionar más a fondo.
La vida se asume de manera diferente cuando los demás están en un lugar de preferencia en nuestros intereses y preocupaciones. Pensar en los demás nos hace salir de nuestro castillo o torre de marfil. Nos ofrece una dimensión nueva en nuestro diario quehacer. Es la dimensión de la solidaridad, del sentir como propias las necesidades de los demás, es tener un corazón compasivo y misericordioso, en el cual puedan caber todas las personas, un corazón acostumbrado a reír con quien está alegre, a llorar con quien está triste, a compartir la dificultad. Es la pregunta que el profeta Eliseo le hace a su criado “¿Qué podemos hacer por ella?”. Le anuncia que para el próximo año tendrá un hijo. La colma de felicidad, la bendice para corresponder a su hospitalidad, a su generosidad desinteresada. Como dice el apóstol “Dios ama al que da con alegría”.
Es el mismo gesto de Jesús, el Dios hecho hombre, muere por nosotros y resucita para nuestra salvación. Nos incorporamos a su muerte para unirnos a su resurrección. Jesús se hace solidario con nuestro pecado y nos abre la posibilidad de vivir para Dios, es decir, vivir para los demás en quienes se concreta el amor a Dios.
El evangelio de este domingo va en esa línea. Nos habla de recibir a los demás como quien recibe a Cristo y por tanto, recibir a quien lo ha enviado. Más aún, nos habla de dar de beber un vaso de agua a alguien que está en necesidad. Y afirma, es algo que tendrá recompensa. Nos habla de pensar en los demás, de hacer parte de las personas solidarias, de quienes comprenden que el mundo necesita de hombres y mujeres que sean solidarios, que no se encierren en sí mismos, que salgan al encuentro de los otros con un corazón abierto.
Pienso en tantas situaciones que vivimos a diario. Pienso en lo que significa el dolor de tantos hermanos que sufren. Me vienen a la mente los centenares de miles de desplazados, especialmente ancianos, mujeres y niños. Ellos sufren las mayores consecuencias de la violencia. No pueden ser seres invisibles que pasan a nuestro lado.. Son hermanas y hermanos nuestros que necesitan de nosotros, pues en muchas ocasiones somos su única esperanza. Y qué hablar del desempleo, de la problemática en torno a la salud, de la vivienda y tantas otras necesidades apremiantes no adecuadamente atendidas. Pensar en los demás, muy seguramente, nos desinstala, nos interroga, pero al mismo tiempo nos abre a ese mundo maravilloso de los demás, de quienes son el tú, el otro, el espacio de la interrelación, el camino de la expresión de la fraternidad y de la expresión de la solidaridad como camino de vida en un mundo tan marcado por lo individual.