Considero que todos hemos observado a alguna persona que está preparando una celebración especial, un evento de familia, una comida, una intervención académica, una clase, un trabajo para la universidad o el colegio. Percibimos el nerviosismo de la persona, la vemos atareada, quizás un poco irritable y asustada. Todo esto nos muestra lo que significa ponerse a preparar algo en lo cual ponemos todo el corazón, queremos dar lo mejor de nosotros mismos, esperamos que todo salga bien y cuando todo ha pasado, nos sentimos relajados, como si nos hubieran quitado un peso de encima.
Pues bien, todo lo anterior es poco comparado con la manera como nos debemos preparar para la venida del Señor. No solo la conmemoración cercana de la Navidad, sino la segunda venida que marcará el final de nuestra historia. No puede ser algo que improvisemos, no puede quedarse en lo externo del pesebre, el árbol de navidad, las luces multicolores, la novena, los regalos y tarjetas, la cena de navidad. Todo eso está bien pero debe llevarnos a un cambio interior, a un cambio del corazón, para disponernos de la mejor manera. Es lo que nos dice tanto la primera lectura como el evangelio de este domingo “preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”.
Esa fue la tarea que debió asumir Juan el Bautista. Debía disponer los corazones de sus oyentes para que estuvieran bien dispuestos a escuchar la buena noticia que traía Jesús de Nazareth. Era una figura diferente a lo que estaban acostumbrados a ver en Israel, porque vestía y comía de manera sobria y austera. Se reconocía como “la voz que clama en el desierto” que era acogida por quienes se sentían llamados a recibir el bautismo de penitencia que administraba Juan.
Llega incluso a afirmar que “detrás de mí viene alguien que es más poderoso que yo”. Fue profundamente honesto, no se autoproclamó Mesías, se reconoció como el que va delante del Señor, el precursor. Más aún, afirmó que “conviene que él crezca, refiriéndose a Jesús, y que yo disminuya”. Era muy consciente de la misión que tenía y de la responsabilidad que se le había confiado.
Me pregunto si tenemos el temple y el espíritu de Juan Bautista, para reconocer cuál es la misión que se nos ha confiado, no ir más allá ni tampoco quedarnos cortos. Es cuestión de ser fieles a la tarea encomendada, de ser responsables en el cumplimiento de la misma y en saber pasar a un segundo plano cuando ya la hemos cumplido. No se trata de lucirnos, de aparecer, de convertirnos en protagonistas de la historia. No es lo que nos enseña el mundo actual, cuando quiere colocarnos como valores primeros y principales, el prestigio y el poder. Es colocarnos en la línea del servicio generoso a favor de los demás.
Ya hemos recorrido una semana de este tiempo de adviento y se nos ofrece la oportunidad de preguntarnos si hemos preparado el camino del Señor. Si lo hemos hecho, que más podemos logar; si no lo hemos hecho, qué estamos esperando para hacerlo. Es una buena ocasión para mejorar en muchos aspectos de nuestra vida, pero de manera especial, en el campo de lo espiritual, de esa preparación comunitaria y personal, para que Jesús nazca en cada uno.