«El camino de la vida de cada uno de nosotros se parece a lo que nos cuenta el evangelio de este domingo en torno a lo que les sucede a los dos caminantes que van a la aldea de Emaús. Van desalentados y desilusionados, porque según ellos, las cosas no han resultado como les habían dicho, como lo habían pensado.
Esperaban que las cosas se resolvieran de otra manera. Es lo que el peregrino que se hace encontradizo les explica. Debía padecer y morir para luego entrar en la gloria. Ellos se devuelven presurosos, no importa la hora de la noche, no importa el camino que se ha de recorrer, su vida ha cambiado porque el Señor se les ha manifestado y lo han reconocido en el partir del pan. Luego viene ese otro acontecimiento.
El Señor se manifiesta a los discípulos reunidos, pero ellos creen ver un fantasma, se asustan. Él les ha dicho que la paz debe acompañarlos. Pero sus palabras no bastan. Les da una muestra más fehaciente de que sí es él. Les pide comida, come delante de ellos. Las evidencias no pueden ser más claras. A continuación les explica, como lo había hecho con los discípulos de Emaús, que todo eso había sido anunciado por Moisés y los profetas. Que eso debía suceder así: que el Mesías debía padecer y luego entrar en la gloria de la resurrección. No se queda ahí, les da una misión “ustedes son testigos de esto, desde Jerusalén y luego a todas las naciones”. Es la misión que se confía a quien abre su corazón para aceptar al Señor resucitado, a quien se deja invadir por la experiencia del encuentro con el Señor, con sus manifestaciones y con la fuerza que nace del Espíritu que reciben los que creen en Él.
Vale la pena que nos preguntemos si en realidad somos testigos de la resurrección, si nos sentimos acompañados por el Señor o si, por el contrario, porque su luz no nos ha invadido y llenado, nos sentimos solos, apesadumbrados, temerosos, como los discípulos que creyeron haber visto un fantasma. La vida con Jesús, cuando sentimos su presencia y su fuerza, es distinta a la experiencia de sentirnos solos, sin Él, sin el Espíritu que nos impulsa a ser sus testigos.
Ser testigos de la resurrección es reconocer que la vida no es la misma con Jesús o sin Él, que las cosas no tienen el mismo sentido y que podemos desalentarnos si confiamos solamente en nuestras fuerzas y no ponemos toda nuestra esperanza y toda nuestra confianza en Aquel que le da el verdadero sentido a este caminar. Necesitamos ser un poco como los discípulos de Emaús que abrieron su corazón a aquel caminante y descubrieron el sentido de su vida, lo reconocieron al partir el pan, o como los discípulos del relato de hoy, que lo reconocen cuando les pide algo de comer. Muchas veces el ritmo acelerado de la vida nos impide ver las cosas y las realidades de una manera distinta.
Podemos permanecer solos o podemos estar acompañados. Somos nosotros quienes decidimos cómo queremos vivir la vida y qué hacer para vivirla plenamente. El mensaje de Jesús nos llega a lo más hondo del corazón “la paz esté con ustedes… soy yo, no teman”. Como diría Antoine de Saint.Éxupery “solo se ve bien con el corazón, lo esencial resulta invisible a los ojos”. Veamos con el corazón y descubriremos grandes cosas en la vida.